El presidente del Congreso, Luis Galarreta, es un experimentado congresista que conoce desde adentro más de una bancada. Esto, contrario a lo que pudiera pensarse, no es demérito. Es casi la marca registrada de nuestra clase política, la única manera de sobrevivir y mantenerse en la tarea.
Hemos visto a muchos políticos cambiar de opinión. Desde el mismo Galarreta, que llegaba al Congreso diciendo que Keiko era el regreso de la mafia, hasta Susana Villarán postulando con un acusado por violación de derechos humanos, pasando por Anel Townsend –heredera de una tradición política que se hace extrañar– convertida en una suerte Martha Chávez defendiendo lo indefendible (a César Acuña, diciendo, como Joaquín Ramírez, que no lo querían por racismo, porque era un “cholo con plata”).
El problema, pienso, es que Galarreta tiene una misión que no tiene nada que ver con el bienestar del país y eso tendrá –ojalá que no– consecuencias. En Fuerza Popular, han considerado que el frente kenjista y albertista deben ser enfrentados con fuego y para eso necesitan a alguien que pueda defender la súbita –y sospechosa y sorpresiva– posición principista e institucional de Keiko, sin el riesgo de que el fantasma del “antiguo” fujimorismo, vertical y autoritario, le jale los pies: Galarreta no tiene hoja de vida fujimorista.
Kenji es un mal ejemplo dentro de la bancada. Una vez que la gente empieza a pensar con independencia, pronto comienza a querer actuar del mismo modo y para ello el ejemplo es fundamental. Por eso, Kenji debe callarse, ajustarse, reprimirse o irse. Y así, convertirse en una bancada de a uno como la de Vieira, Vilcatoma, Donayre y la Confederación Nuevo Perú.
Insisto, FP está recurriendo a un personaje beligerante cuya misión es parchar su Bankada para evitar más fugas. El Perú viene después.
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