Juan José Garrido,La opinión del director
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El Perú tiene muchos lastres en el camino al desarrollo: corrupción, inseguridad, precariedad institucional, entre otros. Uno de esos “otros” es la informalidad. Ninguno de los lastres mencionados es más importante en el corto, mediano y largo plazo que este último.
Si pudiésemos reducir la informalidad (trataremos de definirlo a continuación) tendríamos para ello que haber mejorado nuestra calidad institucional y probablemente la corrupción e inseguridad. Lo que sí no hay duda es que mejoraríamos nuestra productividad, la palabra clave si pensamos en crecimiento.
Los números explican nuestra situación: según el último dato del INEI, el 79% de nuestra fuerza laboral reside en el sector informal. Esta no es una mala noticia; es una pésima noticia: significa empleos precarios, baja productividad, baja recaudación tributaria, además de un largo etcétera que incluye los daños morales y sociales.
Si partimos del consenso por crecer a las tasas más altas posibles (manteniendo, como es obvio, la responsabilidad fiscal y monetaria), la variable más próxima es la productividad, y detrás de ella se encuentran empresas formales que, o están en la frontera tecnológica y con ello gozan de economías de escala, o se encuentran amarradas a estas en sus cadenas productivas.
Todo esto no es nuevo, y se ha estudiado hasta el cansancio. En Perú, partiendo por el presidente Humala, a la productividad no le damos ni bola, y peor a la informalidad. Como señalamos ayer, en el mensaje presidencial –sobre 8 mil palabras– solo se mencionó la productividad cinco veces y ni una sola vez a la informalidad. Ni una.
¿Cómo reducimos la informalidad? Pues, lamentablemente, esta es una de esas áreas de la economía que es contra-intuitiva. El Estado cree que se puede normar, regular, legislar para reducir la informalidad. Ni es correcto, ni es al revés. Hay que pensar en incentivos, no en reglas y leyes.
No existe una regla mágica, pero si de algo sirve la data es para reconocer cuando una idea no funciona. Y a estas alturas, queda claro que nuestra regulación no sirve. ¿Estará en el discurso del 2015?
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