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Opinión

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Este es el gobierno que ofreció “honestidad para hacer la diferencia”. Para muchos, iba a ser un gobierno económicamente malo (a lo mucho mediocre), pero al menos políticamente duro y honesto. Al menos, eso evidenciaba la campaña: un candidato que no tenía miedo de decir las cosas (buenas o malas), que no tenía problemas con exigirles a otros y, según ofreció, transparentar por lo mismo su mandato.

A estas alturas, poco podemos decir sobre lo primero (lo económico), y tenemos suficientes dudas para ser optimistas en lo segundo (la honestidad). De hecho, esta es una visión transversal en la sociedad peruana y en las instituciones internacionales. Nada menos que para el Banco Mundial el control de la corrupción, en lo que va de este quinquenio, se acerca a la peor etapa del fujimorismo (año 2000).

La honestidad no es retórica, es sobre todo práctica: algo sobre lo que tiene que reflexionar el presidente Humala. Parapetarse en la pulcritud de sus acciones y de su persona puede servir en una campaña, pero no podrá llevar ello como un tatuaje si en la práctica no lo demuestra. Qué cuestionamientos debe responder y cuáles debe descartar es algo que debe determinar el mandatario, pero rechazar de plano toda acusación no parece lo correcto. No si el lema es “honestidad para hacer la diferencia”.

Si algo necesitamos los peruanos hoy, es un líder honesto más que un líder tecnocrático. La economía se está enfriando, y es claro que se puede revertir con un marco sensato y coherente, pero es la corrupción generalizada la que va a terminar llevando a nuestro país por el despeñadero.

Entonces, cuando el mandatario opta por el silencio ante hechos corroborados por más de un testigo y algunas pruebas documentadas, pues no estamos ante una demostración de honestidad, y menos ante una actitud que haga la diferencia. Por el contrario, parece más de lo mismo e incentiva, con ello, un similar comportamiento en su partido y el resto de la clase política. Haga la diferencia, Sr. presidente.


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