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Opinión

Para mí fue siempre claro que Hugo Chávez Frías es un dictador como cualquier otro sátrapa de los que han habitado la fauna latinoamericana.

Mauricio Mulder, Pido la palabra
Congresista

Con solo un mes de diferencia se realizarán dos procesos electorales determinantes que pueden influir notoriamente en la posibilidad de un cambio en el panorama político latinoamericano y su tendencia de la última década. El primero, que se efectuará mañana, será el de Venezuela, y el segundo, el 6 de noviembre, en EE.UU.

El caso de Venezuela es emblemático, no solo porque estas parecen ser las elecciones más apretadas y difíciles que deberá enfrentar Hugo Chávez, sino por el innegable grado de influencia que él ejerce sobre varios países de América Latina y el Caribe. Chávez busca una nueva reelección tras 14 años en el poder, y ha hecho de su campaña una cruzada para manifestar que el país irá a una guerra civil si él no gana. Ha dicho que no es concebible que se de-sande lo que él denomina “revolución bolivariana” y que la garantía de la paz en ese país la da solo su gobierno y su persona.

Para mí fue siempre claro que Hugo Chávez Frías es un dictador como cualquier otro sátrapa de los que han habitado la fauna latinoamericana. El dice sentirse discípulo de Bolívar, pero lo es más de Juan Vicente Gómez, el execrable tirano que gobernó Venezuela casi 30 años. No nos equivoquemos, los dictadores también hacen elecciones. Claro, siempre son ellos los que ponen las reglas, nombran a los escrutadores y manipulan los órganos electorales. Son los que desde el poder manejan los recursos públicos para su campaña y amedrentan con hordas asalariadas a sus opositores.

Bastante conocemos los peruanos cómo las dictaduras arman procesos para disfrazarse de demócratas. El voto nunca es libre cuando el poder sirve de instrumento para uno de los contendientes sin ningún tipo de control. Chávez no es la excepción. El maneja la caja petrolera de su país como si fuese suya y no hay control alguno al respecto. Quizá en ello residan sus temores, en la eventualidad de que un gobierno democrático decida aclarar cuentas. Y esa caja le ha servido no solo para domeñar importantes sectores populares sometidos al asistencialismo, sino para influir decididamente en una pequeña corte de otros países latinoamericanos cuyos presidentes le rinden honores genuflexamente en la esperanza de la dádiva petrolera que venga en consecuencia.

Ergo, si gana Capriles, el remezón trascenderá a otros países y debilitará a sus gobiernos reeleccionistas ad infinítum y que han sido leales discípulos de un chavismo que tiene en mente únicamente mantenerse en el poder a toda costa. Lo cual quiere decir que este 7 de octubre se juega mucho más que el futuro de Venezuela sino el de una decena de países, algunos de ellos bastante grandes, cuyos presidentes han hecho de la reelección permanente su único norte político.

Y por eso las elecciones norteamericanas pueden también registrar interesantes sorpresas. Si bien los norteamericanos promedio no tienen ni idea sobre lo que es Venezuela, no es menos probable que la candidatura ultraderechista de Mitt Romney deslice que el triunfo de gobiernos antinorteamericanos en América Latina se deba a que los republicanos no están en el poder y a una supuesta blandura demócrata.

Es verdad que el mundo sigue de cerca las elecciones norteamericanas por la enorme influencia que tiene a nivel global, pero también es cierto que para América Latina nada cambia entre republicanos y demócratas. Lo interesante es que, en ese caso, el republicano no es como John Mc Cain, perteneciente a la mayoría tradicional de ese partido, más vinculado a los grandes negocios y menos al campo ideológico, sino a una corriente reaccionaria de discurso mucho más duro, germinado alrededor del llamado ‘Tea Party’, y al integrismo religioso del cual Romney es exponente preclaro y que le significó varios dolores de cabeza al presidente Obama. La vuelta de una derecha dura en Estados Unidos, proclive a la expulsión de extranjeros, a la presencia bélica en todos los lugares en donde se le ocurra “defender sus intereses” y a la mano dura contra el estado de bienestar, puede ser, esta vez, mucho más determinante.


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