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Opinión

Guido Lombardi,Opina.21
Todo auténtico aficionado al futbol –y yo lo soy– sueña con llegar algún día a ver un partido del campeonato mundial. En mi caso, el sueño se concretó en la vigésima edición del evento deportivo más importante del mundo y la realidad superó largamente cualquier fantasía que hubiera podido tener al respecto.

No quiero entrar en el terreno pantanoso que Hernán Casciari (el magnífico bloguero de Orsai) llama “la neblina antropológica”, pero resulta inevitable. Con mayor razón si el Mundial se juega en Brasil y el país está semiparalizado por las protestas populares ante el dispendio y la presumible corrupción. Ya no estaba en Brasil en los momentos en que su selección sufría para mantener el empate ante un irrespetuoso equipo mexicano que los tuvo arrinconados durante todo el segundo tiempo, pero no quiero imaginarme las consecuencias de una temprana eliminación del país anfitrión. Para volver a los aspectos estrictamente deportivos diré que tal cosa no me parece imposible, que soy de los que creen que Argentina no llega a cuartos de final y me atrevo a pronosticar una final europea en tierras americanas, aunque podamos poner las esperanzas regionales en equipos como Colombia y Chile.

Pasan muchas cosas en una copa del mundo y la mayoría de ellas resultan inolvidables. Con mayor razón si el Mundial se juega en Brasil y uno tiene la fortuna de ir al Maracaná, aunque sea a ver un partido de Argentina. Todavía mejor si uno lo hace en compañía de amigos entusiastas como Renato, quien con emoción contagiosa comenta al final del primer tiempo: “Mira, hermanito, estamos en el Mundial, en el Maracaná y acabamos de ver un golazo de Messi: con tres emes es más que suficiente, no pidas cuatro”.

Puede que tenga razón, pero la cuarta surge de manera casi natural, ¿cuándo mierda volveremos a estar –nosotros, los peruanos– en una copa del mundo?


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