En Chile, el crecimiento económico de las últimas décadas ha sido sostenido. Se presenta como modelo de aplicación del neoliberalismo en América Latina. A menudo se olvida, sin embargo, que no en vano Chile alberga una sólida tradición de institucionalidad republicana.
El segundo gobierno de la presidenta socialista Michelle Bachelet ha puesto como primeros puntos de agenda la reforma tributaria y la educativa, y la modificación de la Constitución pinochetista.
Con la reforma tributaria, que incluye múltiples medidas contra la evasión, el Gobierno pensaba recaudar más de US$8 mil millones anuales. Luego de un largo debate entre el oficialismo y la oposición, se aprobó con el acuerdo de un gran sector de la derecha; y aunque el monto a recaudar no se conoce con exactitud, se sabe que será algo menor que el previsto.
El debate sobre la reforma de la educación es más complicado, porque afecta a sectores sociales medios –a diferencia de la tributaria–, con hijos en escuelas subvencionadas por el Estado, pero que tienen un régimen de lucro y pueden seleccionar a los postulantes. Muchos de esos padres no quieren saber nada con escuelas públicas-municipales. La resistencia de los “apoderados” (padres de los alumnos de las “subvencionadas”), no es, pues, principalmente política sino social. No obstante, interpelado por el Congreso, el ministro del ramo demostró el miércoles último que, debido a una competencia “salvaje”, en los últimos 15 años cerraron no menos de tres mil colegios, entre subvencionados y municipales.
La reforma tributaria, la de la educación y la (próxima) constitucional instauran una importante experiencia de reforma dentro de la democracia. Es sorprendente que la izquierda peruana no se sienta atraída por este esfuerzo ni por el debate que genera. Quizá lo sienta “demasiado gradual y tibio”.
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