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Opinión

Desde la antigüedad filósofos como Aristóteles propusieron que la felicidad no solo es una aspiración personal, sino también, a la cual se podía anhelar colectivamente si todos los ciudadanos ejercían la virtud.

Ariel Segal,Opina.21
Arielsegal@hotmail.com

Desde la antigüedad filósofos como Aristóteles propusieron que la felicidad no solo es una aspiración personal, sino también, a la cual se podía anhelar colectivamente si todos los ciudadanos ejercían la virtud. Contrario a él, los seguidores de las escuelas del estoicismo y el cinismo, la percibían como asunto individual coincidiendo con las filosofías orientales, en las cuales también era un asunto individual para aspirar a la paz interna.

En el siglo 17 John Locke introduce el concepto de felicidad como objetivo que deben promover los gobernantes al facilitar a los individuos el derecho a la propiedad y de producir ganancias para su bienestar, pero es en la Declaración de los Derechos del Hombre –cuando se proclama la independencia de Estados Unidos, en 1776– que Thomas Jefferson incluye “la búsqueda de la felicidad”, junto a la libertad y la vida, como verdades “evidentes por sí mismas”, derechos inalienables de los hombres. Años después, en la Declaración de los Derechos del Ciudadano (1789) los franceses hacen énfasis en la igualdad, libertad y fraternidad, pero ese documento también establece el “derecho a la felicidad de todos”. Por supuesto estos principios no fueron aplicados inicialmente para todos los seres humanos hasta siglos después.

En nuestros tiempos, la felicidad entendida como la satisfacción material, instantánea, de poder, prestigio y placer, es la que predomina en el mundo, pero hay consenso de que se trata de la satisfacción de las necesidades básicas del hombre junto a una mayor espiritualidad y acceso al conocimiento. Un gobierno eficiente, que genere riqueza, garantice la libertad individual y busque la justicia social, puede promover la felicidad, pero ese no es el caso de Nicolás Maduro que cree poder decretarla.


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