Para Maruja, trabajadora del hogar de 30 años de edad, nada va a cambiar. Ella se levantará, como todos los lunes, a las cinco de la mañana, se bañará rápido pues tiene agua solo dos horas y el resto de su familia debe usar el baño también. Irá apiñada en un micro que le tomará una hora y media de viaje a su trabajo, donde su “patrona” le llamará la atención por haberse demorado y se aguantará el choleo y maltrato durante la semana pues, finalmente, en esa casa pagan mejor que el sueldo mínimo de una empresa formal. Da igual si subió a 850. Ese aumento de sueldo mínimo tampoco cambiará nada para el millón y medio de peruanos que reciben menos de un dólar y medio al día.
Para Manuel, carpintero de profesión, este lunes será difícil porque, aunque su situación económica mejoró en los últimos años, al no estar calificado como pobre no tiene acceso al SIS. Se rompió la pierna trabajando y, por tanto, no puede proveer dinero para su familia. Tampoco puede ir a votar, pero eso es lo que menos le importa ahora. Tendrá que fiarse de la bodeguera, quien está cansada de fiar a sus vecinos, pero teme que algún día le pase lo mismo y no tenga en quien apoyarse.
Shirley, trabajadora sexual de 16 años en un asentamiento minero ilegal de Madre de Dios, tendrá que soportar los malhumores de sus clientes. Ni siquiera puede ir a votar, porque no tiene la edad para decidir por sus autoridades, pero ya tiene el cuerpo para satisfacer a hombres que le pagan 20 soles para estar con ellos. Tiene el cuerpo, pero no el estómago. Igual ella aguanta, pues no tiene opción y le da igual quién gane, pues para ella nada va a cambiar.
Yo, en cambio, estuve el viernes cenando en un chifa, con amigos que no quieren que nada cambie pues ellos están muy bien y creen que el Perú también. Ellos ven al país desde su cómoda visión de lunas polarizadas y me han dicho que, si las cosas se ponen feas, se mudarán a Miami. Pero eso tampoco cambiará nada para Maruja, Manuel o Shirley.
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