A raíz de los últimos fallos del JNE, la idea de que toda sociedad tiene los gobernantes (y algunos han dicho hasta instituciones) que se merece ha vuelto a cobrar fuerza. Particularmente, me rehúso a creer que merecemos la baja calidad –tanto moral como técnica– de los políticos que nos gobiernan hoy. En primer lugar, porque aceptar esto implicaría, a su vez, aceptar que hay sociedades que sí merecen una mejor calidad de políticos que otras. Bajo esta premisa, ¿qué sociedades merecen, entonces, mejores políticos? ¿Estados Unidos? ¿Noruega? En segundo lugar, porque esto podría llevarnos a una pregunta tautológica y sin salida: ¿Somos así porque tenemos una baja calidad de políticos e instituciones, o al revés? En cualquiera de los dos casos, ¿estamos condenados a un sistema político pobre?
El reconocimiento del sistema electoral como institución importante es reciente. Esta es, además, la puerta de entrada al mundo de la institucionalidad pública y, por tanto, de no cuidar este ingreso, la debilidad de las demás instituciones estaría asegurada. La coyuntura actual es el claro ejemplo de que las normas no bastan para crear institucionalidad. Son necesarias, sin duda, pero estas no deben verse como un fin en sí mismo. El secreto está en no perderse en la tramitología y no olvidarse del objetivo final: fortalecer al Estado. Y el Estado somos todos. La crisis que hoy vivimos se explica por el agotamiento de la legitimidad o credibilidad de la ciudadanía hacia sus representantes. ¿Cómo fortalecer el pacto social si nuestros políticos no nos van a ayudar a hacerlo?
Por más difícil que se presente el panorama electoral actual, parte del aprendizaje como ciudadanos es ver precisamente más allá de la coyuntura, reflexionar y plantearnos qué podemos hacer para realmente tener mejores instituciones, mejores partidos y mejores líderes. De lo contrario, vamos a repetir este lamento cada cinco años. O quizás menos.
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