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Columna Diego Macera

No conformes con derogar la ley que iba a facilitar que varios jóvenes pasaran a la formalidad, las autoridades políticas desean elevar la valla del empleo formal aún más incrementando el –ya elevado– salario mínimo. En un contexto en el que uno de cada cuatro peruanos trabaja en la informalidad produciendo –en promedio– menos que el actual salario mínimo, es difícil entender cómo se puede justificar tal iniciativa. Asimismo, en la medida en que la productividad de los trabajadores se encuentre por debajo del salario mínimo, no tendrá sentido para los empresarios formales contratar a empleados que cuestan más de lo que aportan a la compañía. Sin duda, la tarea más importante consiste en mejorar la productividad, pero, mientras esta situación no se dé, deberíamos, por lo menos, evitar seguir excluyendo con costosas regulaciones.

18/02/15 |

La metapolítica

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Demasiado seguido, la política peruana se vuelve autorreferencial al verse subsumida en sus propios intereses y sirviéndose solo a sí misma.

Gran parte del problema de la tramitología en el Perú nace de la discrecionalidad de las entidades públicas para implementar sus requerimientos administrativos. Existen 1,833 gobiernos locales (195 son municipalidades provinciales y el resto, distritales). Cada municipalidad tiene un TUPA particular, que, en muchos casos, establece trámites engorrosos y costos arbitrarios y elevados para la provisión de servicios públicos y licencias. Las barreras burocráticas impuestas por estas entidades han sido un enorme impedimento, por ejemplo, para la expansión de las redes de provisión de gas y telecomunicaciones. Sin restringir el autogobierno de las municipalidades provinciales y distritales, el gobierno haría bien en promover la estandarización de ciertos procesos administrativos y facilitar un marco legal más ordenado, simple y predecible para los ciudadanos e inversionistas en el país.

Cada año se observa que demasiados alumnos egresados de secundaria son engañados por centros de educación superior que, a cambio de dinero y esfuerzo por parte de los estudiantes y de sus familias, ofrecen un cartón impreso que no sirve para nada en el mercado laboral peruano. Una solución parcial relativamente simple, barata, efectiva, y que actualmente se usa con éxito en Chile, consiste en proveer información a los futuros estudiantes a través de una página web del Estado. En este portal se mostraría qué universidades e institutos ofrecen la especialidad que les interesa, el costo de la carrera, las tasas de deserción al primer año, la duración real de los estudios, la tasa de empleabilidad al primer año de egresado, y cuál es el sueldo del egresado promedio de dicho programa un año después de su graduación. De esta manera, aquellos centros educativos que ofrecen las mejores posibilidades para sus egresados serán premiados con más y mejores postulantes. Mientras tanto, los institutos y universidades con las estadísticas más bajas de colocación laboral serán eventualmente limpiados del mercado, y ello sin necesidad de nuevas leyes del Congreso. Simple oferta y demanda.

Es una semana para celebrar. Celebremos que se mantendrá el statu quo que deja a la mayoría en la informalidad. Bailemos en la plaza San Martín por lograr que miles de jóvenes ya no reciban capacitación. Seamos felices de que nueve de cada diez jóvenes trabajen sin acceso al seguro de salud, vacaciones ni condiciones mínimas de seguridad. Aclamemos como un triunfo la desinformación para preservar un sistema que solo beneficia a quienes menos necesitan ayuda y excluye a la población vulnerable. Aplaudamos el vergonzoso nivel de los políticos que se mueven por las encuestas. Esta es una victoria para la peor clase de ignorancia, manipulación y populismo. Celebremos la derogatoria de la ‘ley Pulpín’.

Una de las principales debilidades competitivas del Perú es su bajísima capacidad de innovar. Para solucionar esto, desde el 2004 las universidades públicas reciben el 5% del canon asignado a las regiones, monto que, según la ley, debe ser usado únicamente para investigación científica que potencie el desarrollo regional. Sin embargo, las universidades públicas carecen de capacidad para invertir estos enormes ingresos (el saldo sin ejecutar del 2013 ascendía a más de S/.500 millones, equivalente a 1.3 veces el presupuesto de Cuna Más) y, cuando los usan, no siempre lo hacen bien. La Universidad San Antonio Abad del Cusco, por ejemplo, invirtió S/.49 mil de estos ingresos en su programa de mejoramiento de veredas. De hecho, del total de los recursos disponibles a nivel nacional, menos del 5% es correctamente utilizado. Urge repensar la manera de usar estos recursos.

La ejecución del gasto público debe ser contrastada con los resultados obtenidos. En el caso del gasto en educación primaria, por ejemplo, existen regiones con un desempeño superior a otras sin gastar más recursos. Un ejemplo es Tacna, que, entre 2009 y 2013, por año gastó en promedio S/.1,352 por alumno y logró que más del 40% de sus estudiantes tengan un rendimiento escolar satisfactorio en matemática y más del 60% en comprensión lectora. En contraste, en Ayacucho o Amazonas, el gasto anual promedio por estudiante de primaria excede los S/.1,600, pero el nivel de rendimiento escolar satisfactorio es inferior al 30%. A pesar de que Tacna enfrenta muchas de las mismas limitaciones que sufre el sistema educativo nacional, esta región –junto con otras como Arequipa– ha sido capaz de superar a otras utilizando menos recursos. Si Tacna puede, ¿por qué las demás no?

@dmacera

Muchos de los críticos del nuevo régimen laboral para jóvenes argumentan que el poco impacto que tuvo la llamada ley Mype en términos de formalización de empresas es un presagio del fracaso de la modalidad laboral para menores de 25 años. Sin embargo, existen dos importantes diferencias entre ambas: la primera es que la ley Mype tenía como fin formalizar la demanda laboral –es decir, las empresas–, y beneficiar a los productores más chicos. El régimen de jóvenes, por su lado, ataca la oferta laboral –los trabajadores– y fomenta su contratación en empresas pequeñas, medianas y grandes. Las necesidades de ambos lados del mercado son distintas. La segunda gran diferencia es que, mientras el régimen Mype exige que las empresas paguen derechos laborales de forma retroactiva, la ley de jóvenes solo demanda que se subsanen infracciones laborales.

Las recientes actuaciones de varios congresistas y potenciales candidatos presidenciales a raíz de la ley de empleo juvenil han desnudado las limitaciones de nuestro sistema político para dejar al descubierto niveles insospechados de populismo de la peor clase. No deja de llamar la atención que muchos de los políticos más ‘progresistas’ critiquen hoy una ley que favorece justamente a los que no tienen ningún beneficio laboral a cambio de –en teoría– mantener intactos los beneficios de unos pocos afortunados. Además, la ley no recorta los beneficios de los que ya los tienen, sino que los expande a los que trabajan hoy en el absoluto desamparo de la informalidad. Por otro lado, el hipócrita aprovechamiento populista desde la derecha y la izquierda del espectro político refleja los precarios niveles de solidez doctrinaria e institucionalidad que todavía campean en el país.

No es común ver a grupos protestar en contra de alguna política que los beneficia directamente. Sin embargo, el movimiento juvenil opuesto al nuevo régimen laboral para los menores de 25 años hace justamente eso y se pone la soga al cuello cuando reclama una mayor rigidez para los empleos formales de los jóvenes. Por una cuestión de ignorancia o dogmatismo, los que se oponen a la norma por considerarla discriminatoria y “neoliberal” dejan de señalar que hoy solo uno de cada diez jóvenes tiene un trabajo formal con los beneficios de ley. El resto, la gran mayoría de menores de 25 años, trabaja en el sector informal sin acceso alguno a vacaciones, seguro de salud ni condiciones mínimas de seguridad. ¿Para quiénes, entonces, estamos legislando? ¿Para aquellos poquísimos afortunados que ya gozan de todos los beneficios del trabajo formal o para aquellos que en verdad lo necesitan?

Una buena parte de los economistas coincide en que las prácticas de despido –gracias a precedentes nefastos del Tribunal Constitucional y de diversas sentencias judiciales– conforman una de las mayores trabas a la formalización laboral en el Perú. En la práctica, la reposición automática en el puesto de trabajo se convierte en una suerte de anacrónica estabilidad laboral absoluta y limita enormemente el dinamismo del mercado laboral. En este sentido, el Foro Económico Mundial coloca al Perú en el puesto 133 entre las 144 economías evaluadas en cuanto a facilidad para contratar y despedir trabajadores, es decir, en el decil inferior del mundo. Para tener un impacto significativo sobre la economía y la formalización, el gobierno debería considerar extender los avances ya propuestos en el proyecto de ley para promover la formalización de jóvenes al régimen general del trabajo.

Si bien hay que aplaudir la audacia que ha tenido el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) en la propuesta de varias medidas tributarias y de gasto, existen algunos asuntos de gran importancia que se han quedado aún en el tintero de dicha cartera. En particular, llama la atención el tímido esfuerzo desde el Ejecutivo para emprender una reforma laboral a todas luces necesaria. La disminución del porcentaje de trabajadores requeridos para ejecutar un cese por motivos económicos desde 10% hasta 5% y la implementación de un sistema de silencio administrativo positivo certificado son medidas positivas, pero insuficientes. Cuando ocho de cada diez peruanos mantienen un empleo informal –sin acceso a seguro de salud, vacaciones, CTS ni condiciones mínimas de seguridad–, las reformas en este campo tienen que ser mucho más audaces y estructurales.

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