Dardo López-Dolz
Recién una vez conocidas las atrocidades que viene cometiendo el régimen de Nicolás Maduro contra su población, se ve con claridad la necesidad de su patrón cubano de obtener la Declaración de La Habana que vergonzosa y preocupantemente nuestro país también suscribió.
La inteligencia cubana, enfrentada a la irrefutable realidad de un creciente y difícilmente controlable hartazgo popular de las consecuencias del gobierno de su títere venezolano, necesitaba un documento que les diera carta blanca para limpiarse el forro con el derecho a la vida y a la libertad de los venezolanos, documento que por lo que implica para la subsistencia de la libertad y la democracia en nuestro continente, jamás debimos suscribir como país.
La previsible declaración posterior de Unasur “victimizando” a Maduro, ejecutor de la carnicería humana digitada por los Castro desde La Habana, era un segundo paso previsible.
¿Qué camino queda a los gobiernos latinoamericanos sinceramente democráticos y respetuosos del derecho a la vida? Solo uno, denunciar los tratados que nos aten a esa vergonzosa reedición del pacto Berlín-Roma-Tokio en la WWII y alejarnos de ellos lo más pronto posible.
Los ciudadanos de los países cuyos gobiernos decidan “mirar a otro lado”, no apartándose de Unasur y CELAC estarán (¿estaremos?) notificados de que solo es cuestión de esperar turno para la aplicación de la misma receta.
Ojalá que el aún errático actual gobierno peruano se ponga los pantalones en defensa de los valores de nuestra ciudadanía, que nuestra Constitución recoge.
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