Kristen Gelineau/AP
Samira Calehr abrazó a su hijo de 11 años, que durante días había mostrado agitación y la había bombardeado con preguntas acerca de la muerte, de su alma y de Dios. La mañana siguiente dejaría a su hijo Miguel y su hermano mayor Shaka en el aeropuerto para que tomaran el vuelo 17 de Malaysia Airlines, la primera etapa de su viaje a Bali para visitar a su abuela.
Su hijo —normalmente de buen humor— debería de estar emocionado. Su maleta estaba lista en la sala. Le esperaban paseos en moto acuática y práctica de surf en el paraíso, pero algo estaba fuera de lugar. Un día antes, mientras jugaba fútbol, Miguel preguntó: “¿Qué forma de morir escogerías? ¿Qué le pasaría a mi cuerpo si estuviera enterrado? ¿Sentiría algo si nuestras almas regresan hacia Dios?”.
La noche previa a su viaje, Miguel se negaba a dejar de abrazar a su madre. “Va a extrañarme”, se dijo Calehr. Así que lo tendió a su lado y lo abrazó toda la noche.
La mañana siguiente, Samira Calehr y su amiga Aan llevaron a sus hijos al tren que va hacia el aeropuerto. Shaka, de 19 años, recién había terminado el primer año de sus estudios de ingeniería textil y prometió vigilar a Miguel. Su otro hermano, Mika, no pudo conseguir un asiento en el vuelo 17 y volaría a Bali al día siguiente.
Finalmente llegaron al control de pasaportes. Los niños de despidieron de su madre y se encaminaron a la aduana pero Miguel volvió sobre sus pasos y la abrazó. “Mamá, te voy a extrañar”, dijo. “¿Qué pasaría si el avión se estrellara?”.
“No digas eso”, le respondió abrazándolo. “Todo estará bien”. Shaka trató de tranquilizar a ambos. “Yo lo cuidaré”, le dijo a su madre.
Vio a los dos niños alejarse pero Miguel seguía volteando hacia atrás, donde estaba su madre, con mirada triste. Luego los dos se perdieron de vista.
El avión despegó alrededor de las 12:15 p.m. en un vuelo que debía durar 11 horas y 45 minutos. Sólo duró dos.
El teléfono sonó. Era Aan, amiga de Calher. “¿Dónde estás?”, gritó su amiga. “El avión se estrelló”. Apenas pudo llegar a su casa, donde se desmayó.
Calehr sigue pensado en lo que habría pasado si las cosas se hubiesen dado de otra forma, las premoniciones, la comprensión de que el mundo que conocía se ha vuelto extraño en un abrir y cerrar de ojos.
Ahora piensa en cómo su hijo al parecer sintió que su tiempo en la tierra se acababa. Se imagina un futuro que nunca ocurrirá: el deseo de Shaka de ser ingeniero civil se desvaneció. El de Miguel, de ser piloto de carreras, también se ha ido.
“¿Qué sabía él? ¿Cómo ella podría haber sabido algo? Debí haberlo escuchado”, dice suavemente Samira Calehr.
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