Carlos Tapia, Opina.21
ctapia@peru21.com
Cuenta Benedicto Jiménez que la noche del 12 de setiembre de 1992, cuando fue capturado Abimael Guzmán, al tomar por asalto la casa en Surquillo que servía para esconderlo, en el primer piso hubo un forcejeo con Carlos Incháustegui –pareja de Maritza Garrido Lecca– y, al ser reducido y echado al piso, entró en shock y gritó “mátenme… que quiero morir”. Creía que Abimael Guzmán era el jefe de la revolución mundial y que faltaba poco para la toma del poder. Y que él, su guardián, no había cumplido con su juramento.
Todo grupo subversivo, sea terrorista o no, sabe que proteger la clandestinidad de sus jefes es decisivo para la organización. Esto se consigue construyendo una voluntad colectiva acerada de los militantes y cuadros. ¿Cómo? Mediante una ideología totalizadora, saber por qué luchan. En el caso de Artemio, sus contradicciones (continuar con la guerra y pedir amnistía para Guzmán) eran grandes. Quería negociar pero nadie le hacía caso. Y la PNP ganó. Cuando los militantes se saben instrumentos de sus jefes para fechorías y beneficios personales, flaquean y fácilmente capitulan.
A la banda armada del clan de los Quispe Palomino del VRAEM, ante la ausencia de una ideología y la falta de un liderazgo político que transmitiera la certeza de por qué luchaban, solo le quedó construir una “lealtad de la gran familia”. De ahí los campamentos de niños, donde se abusaba de la necesidad de afecto y sentido lúdico de sus vivencias, para entrenarlos en manejar armas de fuego y el amor filial ante “sus tíos” y “hermanos mayores”. Para, cuando jóvenes, muestren una lealtad a toda prueba. Pero, cuando la lucha se empantanó y las dificultades crecieron, la lealtad se hizo frágil y la desesperanza ganó. De ahí la nueva y correcta estrategia planteada por el CCFFAA, privilegiando la unidad de inteligencia y obtener victorias.
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