Ariel Segal, Opina.21
arielsegal@hotmail.com
La política pertenece hoy más al mundo del espectáculo que al del arte de gobernar, como bien lo atestiguó la campaña electoral venezolana, que tuvo a un presidente-candidato que, por su limitación física, obligó a todos los medios a exhibir, en largas cadenas, sus cualidades histriónicas. En cambio, Henrique Capriles recorrió centenares de pueblos y, contra la gran maquinaria millonaria propagandística del Gobierno, se ganó a pulso a multitudes de exfeligreses del chavismo con un mensaje de reconciliación y unidad.
Hugo Chávez tuvo la enorme ventaja de abusar de todo el poder del Estado: un consejo electoral parcializado, uso de dinero público para propaganda electoral, clientelismo con las necesidades urgentes de los pobres y amenazas contra beneficiarios de programas sociales y empleados públicos de vengarse en caso de que no lo apoyen, ya que el sistema de votación es electrónico y muchos temen que no esté garantizado el secreto.
Ante lo que es un desgobierno total por la ineficacia y negligencia, Chávez se desesperó al no poder mostrar grandes logros luego de 14 años en el poder, con el mayor ingreso de petrodólares en la historia de Venezuela, y sus discursos se tornaron más agresivos y torpes de lo usual. Ante un grupo de sindicalistas de empresas básicas del Estado que pedían el justo pago de sus salarios, llegó a reclamarles que “se han acostumbrado a pedir”. Un contrasentido para quien convirtió programas de alivio para los más pobres en un sistema de vida, en lugar de un complemento de políticas de empleo y contra la inflación.
Si Chávez es reelecto sin fraude, se consolidará la cultura del clientelismo y la intimidación se acrecentará como instrumento político para gobernar a Venezuela, pero si Capriles logra la victoria, será una hazaña histórica porque derrotará a lo que ha sido un fervor cuasirreligioso y despótico apoyado por millonarias sumas de dinero.
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