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Opinión

Santiago Pedraglio,Opina.21
A inicios de la década del 2000, la corrupción recibió duros golpes. Con el juicio y posterior encarcelamiento de altos funcionarios corruptos se afectó la red nacional que se había constituido durante la década de 1990. Desde entonces, incluso procuradores y jueces anticorrupción han cumplido un papel activo y valiente en esta lucha.

Sin embargo, la corrupción es una de las instituciones más sólidas, con mayor vitalidad para reproducirse y readecuarse a las nuevas condiciones políticas y sociales en las que le toca actuar. Institución, ciertamente, entendiéndola como reglas de comportamiento vigorosas, aunque informales, moviéndose entre los negocios –y los intereses– privados y los funcionarios públicos de los varios niveles del Estado.

Las denuncias de corrupción y redes corruptas en varios gobiernos regionales son un indicio de que la “institución” ha recobrado su vitalidad de antaño. Más aún, preocupan múltiples indicios de que su forma tradicional —mundo privado formal y la administración pública— se ha complejizado de manera creciente con el incremento y las múltiples formas que ha asumido la economía ilegal: narcotráfico, contrabando, trata de personas, tala ilegal, corrupción inmobiliaria y minería ilegal.

No basta con el crecimiento de la economía para construir un país viable, porque si algo muestran las últimas denuncias de corrupción, es que organismos centrales de control del propio Estado han sido condescendientes, y que algunos de sus miembros han participado en actos corruptos. Fortalecer el Estado es también tener una mejor Policía Nacional, así como un Ministerio Público y un Poder Judicial que cumplan sus funciones.

A pesar de sus avances, el Perú puede acabar siendo un Estado fallido –para usar la jerga de hace unos 15 años– si se sigue pensando que la economía y los negocios son los que deben gobernar.


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