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Opinión

Cualquier persona ajena al poder y sus tentaciones suele preguntarse los porqué de tanta corrupción. Quizá, imaginarán, el poder haga más sencilla esta transgresión a los valores morales que nos han inculcado.

Guillermo Giacosa,Opina.21
ggiacosa@peru21.com

Lo cierto es que no solo los poderosos se corrompen, lo hacen muchas personas, incluso sin darse cuenta. Parte de la culpa está en la cultura del doble discurso que, inconscientemente, nos han inoculado. Doble discurso en nuestras familias, en los establecimientos educativos, en las instituciones del Estado y también, por supuesto, en las empresas privadas que confeccionan, alaban y venden productos que ellos jamás consumirían. En las tabacaleras, por ejemplo, suele haber pocos fumadores, y en las iglesias, muchos adoradores del dinero. Internacionalmente, los países reciben un trato que está vinculado a su estatus económico, cuando no a sus raíces étnicas o religiosas. El principio de igualdad entre las naciones es el chiste más corriente por el que menos gente ríe. La acusación de corrupción depende más de quien lo cometa que del acto en sí. Difícilmente se tildará de corrupto al presidente de una potencia económica aunque este se llame Berlusconi. Tampoco se calificará de criminal un acto genocida aunque el mismo cumpla todos los requisitos para recibir dicha calificación si es la OTAN quien lo encabeza. Además, solo serán calificadas de antidemocráticas las acciones que atenten contra los intereses de las corporaciones, siempre y cuando el hecho ocurra en un país emergente.

Es evidente que frente a semejante avalancha de contradicciones –repetidas coral y diariamente por los medios–, el límite entre lo correcto y lo incorrecto reposa en una zona gris a la cual, quien más, quien menos, siente la tentación de ingresar.


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