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Opinión

Juan José Garrido,La opinión del director
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Si la renuncia del congresista Humberto Lay a la presidencia de la Comisión de Ética del Congreso fue una llamada de atención, la renuncia masiva de sus miembros –ayer– fue una patética muestra de criollismo político: bajo la coartada de la retirada, todos quedan como inmaculados defensores de la moralidad. Como si el pueblo se comiera el cuento.

Ya sabemos que no existe institución más patética que el Congreso; lo que no teníamos tan claro era el alcance de la tragedia. La mediocridad de nuestro Poder Legislativo es a todo nivel: general, grupal e individual (con el perdón de los pocos, muy pocos, miembros que escapan a la regla).

Recordemos que el Congreso es, ante todo, el órgano legislativo y de control político; debe entonces, entre otras cosas, investigar el comportamiento de la clase política y sancionar las faltas que se cometen. Esta investigación no tiene carácter judicial, sino político y moral. Puede derivar a los fueros civiles y penales, pero para ello se requiere de la intervención de otros órganos del Estado.

Esgrimir entonces que la Comisión de Ética no puede castigar a quien, a todas luces, ha realizado un acto impropio de su cargo por razones de carácter formal, como si se tratara de un juicio civil o penal, es un exceso. De ser así no existiría, de plano, el juicio político.

Si la Comisión de Ética no actúa dentro de los evidentes márgenes que supone su acotada función, no tiene razón de ser. Eso es lo que resume el ciudadano promedio: si no sirve, cierren la comisión y punto. Pero, si el principal órgano de investigación en materia política se cierra, nos quedamos en el fango sin posibilidad de cambio. Sería un retroceso imperdonable.

¿Qué hacer? Difícil decirlo sin un amplio debate y sin miedo a tropezar en la simpleza y los lugares comunes. Lo que sí sabemos es que el Congreso no puede seguir acumulando mugre sin que ello no nos pase factura (más de la que ya nos está pasando).


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