Mauricio Mulder, Pido la palabra
Congresista
Ciertamente la frase “este es el peor Congreso de la historia” ha sido dicha tantas veces que suena a cliché. Pero yo, que algo de experiencia tengo en materia congresal, no creo que, dadas las circunstancias actuales, no pueda decirse otra cosa ante los reiterados despropósitos y las oprobiosas conductas que se registran en nuestro Parlamento Nacional.
No me refiero ciertamente a las conductas individuales de los parlamentarios pues allí hay de todo. Muchos son los que se preocupan en estar informados, leyendo y culturizándose, o manteniendo coherencia con sus principios y su decencia. Pero estos son apocados por otros que no tienen escrúpulos en usar el cargo en su provecho personal, que solo buscan prebendas del Gobierno, que no buscan salir de su ignorancia preparándose y estudiando, y que muestran la arrogancia del que cree que su poder es eterno. Bien decía Aristófanes en frase perfectamente aplicable hoy en el Perú: “La inmadurez se supera con el paso del tiempo, la ignorancia se cura con la educación y la embriaguez con la templanza; pero la estupidez, esa queda para siempre”.
Cuando el odio político y el apetito de poder desmedido se convierten en el único impulso de la acción pública de la mayoría congresal y su gobierno, olvidando sus funciones en pro del bienestar común, afloran esas miserias humanas y desnudan almas ranciadas por la mediocridad.
Después de casi dos años de dispendiosa función, tres congresistas adscritos a la descripción de Aristófanes han llegado a la prodigiosa conclusión, dentro de la ‘megacomisión’, de inventar una “infracción constitucional” contra un jefe de Estado por haber promulgado una ley aprobada por el Parlamento peruano. Estos dignos émulos del insuperable Trespatines han innovado para siempre la historia del Perú, y quizá del mundo, imputando responsabilidad a un acto que es consustancial al cargo que se tiene y para el que fue elegido: aprobar una ley.
A partir de hoy, todos los congresistas, cada vez que aprobamos una ley, estamos cometiendo una infracción constitucional. Es más, cada persona, por hacer su trabajo, es a partir de hoy un cuasi delincuente. El policía que cuida su calle, el juez que dirime un pleito, el cura que da una misa, el futbolista que mete un gol, el cocinero que prepara una delicia, el profesor que enseña, el funcionario que cumple la ley, todos, absolutamente todos, por el solo hecho de cumplir lo que creíamos que era nuestro deber, somos en realidad un hato de delincuentes.
Ni a Hitler ni a Stalin se les hubiera ocurrido tamaña genialidad para hacer sus purgas asesinas. Ellos al menos se cuidaban de darles apariencia a sus acusaciones: inventaban asesinatos, robos, violaciones o conspiraciones. El inocente era convertido en ladrón o asesino. Pero nunca se les ocurrió acusar por una buena conducta. No llegaron a esa genialidad que les hubiera facilitado las cosas. ¿Para qué tomarse el trabajo de armar un crimen y echarle la culpa a alguien, si lo puedes condenar por haberse lavado los dientes o comido un dulce? Puedes convertir en delito hasta el irse a dormir y, entonces, todo resulta más fácil para sacarte de encima a tu rival.
Esa auténtica novedad del indescifrable comportamiento humano, jamás vista en cinco mil años de historia, ha sido inventada en el Congreso peruano por tres turiferarios congresales que bien harían en reclamar su espacio en la historia de la humanidad. Felicitaciones.
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