Julio Ramón Ribeyro tenía la imagen de un tipo triste, pero no lo era, o al menos no lo era todo el tiempo. Sí era un hombre tímido, pero no apesadumbrado. Parecía alguien sacado de uno de sus cuentos más afligidos, pero él tenía muchas ganas de vivir, sobre todo en los últimos dos años, en los que se estaba muriendo. Con Ribeyro sucede algo: fue una suerte de difunto en vida –el cáncer que parecía terminal de 1973 lo hizo un sobreviviente–, y eso ayudó a su reconocimiento. No fue lo único, pero que pareciera un escritor siempre a punto de morir le dio una fama inusual. De todas formas, no es lo suficientemente reconocido fuera del Perú. El Premio Rulfo (1994) fue casi un premio póstumo.
Por otro lado, no creo que fuera un apasionado, ni siquiera en la literatura (menos en la suya). La tentación del fracaso no puede ser el reflejo de su vida porque fue una obra concebida para ser publicada, y él sabía que el diario de un escritor no era la proyección de la felicidad. De hecho, me quedo con una frase suya: “Donde empieza la felicidad, empieza el silencio”. Y eso no quiere decir que fuese un hombre triste, sino que de los temas felices no hay nada por escribir. Ribeyro podría ser el autor de la cotidianidad. Pero de una cotidianidad donde abundan los personajes al margen, los hombres de a pie, sin pena ni gloria.
Generacionalmente y hasta geográficamente coincidió con el ‘boom’, pero es esa cotidianidad –sumada a la sencillez de su prosa, a la banalidad de sus temas– y que él escribía cuentos y no novelas, lo que lo marginó de ese estrellato literario. Escribió novelas, pero no se lo recuerda mucho por eso. La crítica, en su momento, elogió esas novelas, pero creo que lo hizo porque a Ribeyro –el sobreviviente– se lo elogiaba hasta en los malos momentos.
Por más que sea “el gran cuentista”, la mejor obra de Julio Ramón Ribeyro es la más personal, la más íntima: me quedo con La tentación del fracaso y Prosas apátridas.
Por Daniel Titinger
Autor de Un hombre flaco, retrato de Julio Ramón Ribeyro
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