Mijail Palacios Yábar
@mijailpy
“En este país donde hay gente que se muere de hambre, de frío, de miedo, de pobreza, venir a preocuparse por el origen del apellido es un poco…”, arremete el tío Gustavo contra el sobrino narrador. “¿Frívolo? ¿Desubicado?”, interrumpe Cisneros. “Sí, desubicado…”, retruca. Este extracto es parte de un intenso diálogo que viene en ‘Dejarás la tierra’ (Planeta, 2017), el nuevo libro de Renato Cisneros. Obra que es la precuela de ‘La distancia que nos separa’ (Planeta, 2015), donde básicamente escribe sobre la relación con su padre. Y ahora se traslada a su prehistoria familiar, hasta llegar al tatarabuelo, el cura Gregorio Cartagena.
Parte de tu prehistoria como escritor es que quisiste ser cura.
-Fue una inquietud hacia finales de secundaria. Participaba mucho en los retiros del colegio Carmelitas. Hice amistad con los curas. Me prestaban libros, supongo intentando adoctrinarme para fortalecer eso que parecía ser una vocación descubriéndose.
¿Te dejaste adoctrinar?
-Un poco. Supongo que me entusiasmaba la idea de pertenecer a algo. Luego vino la academia universitaria, los tres intentos de ingresar a la universidad. Entré a la Católica. No tenía ni idea qué estudiar. Luego de Estudios Generales me pasé a Filosofía sin saber exactamente qué hacer y de ahí me trasladé a la Facultad de Teología de Lima, donde pareció resucitar esa inquietud que se había manifestado antes. Pero cuando muchos años después conozco esta historia familiar y empiezo a investigar la historia sentimental de Nicolasa Cisneros y Gregorio Cartagena, se volvió inevitable asociar ese antepasado con aquella vocación que, por muy fugaz que fuera, tuvo una importancia en su momento.
Una de las preguntas que asalta mientras uno lee el libro es: qué es real y qué es ficción.
-El pacto que establece el autor con el lector supone que todo lo ocurre en una historia es real o, por lo menos, lo suficientemente persuasivo para que el lector crea que lo que está leyendo pudo haber ocurrido en la realidad o que tenga la suficiente coherencia para ser un universo cerrado donde los personajes interactúan de una manera creíble. Hay cosas que ocurrieron, otras que me he inventado, hay documentos reales y otros fraguados, pero mi expectativa es que todo se cuente como algo que pudo haber ocurrido. De hecho, en el último proceso de edición buscaba generar quizá esa confusión en el lector. Me interesaba que, por momentos, sintiera que todo eso era un relato no real maravilloso pero sí maravillosamente real; y por otro lado, que algunos de los capítulos sugirieran casi un trabajo de pesquisa periodística. En ese sentido, me parece que esta novela, en comparación con ‘La distancia que nos separa’, es más literaria.
Precisamente, en ‘La distancia que nos separa’ sueltas una frase que dice así: “la realidad solo pasa una vez, eso de contar lo que pasó ya no es la realidad…”.
-Sí por muy documentado que uno esté, cualquier reiteración de los hechos que ocurrieron una sola vez y nunca más tiende más al simulacro. Eso de alguna forma, incluso, pone en jaque al periodismo. También esta actividad, por muy bien intencionada y noble que sea en los objetivos que persigue, tendrá siempre la limitación de no poder contar la verdad porque los hechos ocurrieron una sola vez.
¿’Dejarás la tierra’ es un ejercicio también de desmitificación de apellidos o personajes como Ramón Castilla?
-Ahora que lo dices, y no lo había pensado, es una novela en la que toda autoridad patriótica y familiar está un poco desmitificada. Mis familiares lo están, los héroes nacionales también lucen desmitificados o humanizados al punto que se vuelven cotidianos. Quizá es una manera de desmitificar la historia también. Me parece que es un sano ejercicio dudar del relato oficial histórico.
Incluso, la tatarabuela –víctima de la negación del cura Cartagena–, con quien uno como lector se podría solidarizar en varios tramos, termina enviando a su hijo a Europa –casi huyendo– sin importar que estaba abandonando a sus hijos.
-En la vida no hay héroes absolutos. Todos tenemos algo de víctimas y victimarios. Y no quería que ninguno de los personajes sea en sí mismo demasiado épico. Todos son objetables y llenos de matices. Es una novela que trata de desmitificar todo: la historia del Perú, los personajes familiares, los personajes ilustres de nuestra historia republicana, porque en el fondo la pretensión mayor es que los lectores desmitifiquen su propia historia individual.
Tu tío Gustavo, en la novela, cuestiona –por ratos acertadamente– tu insistente mirada al pasado.
-Es un personaje inspirado en el tío que me acompañó a hacer estas investigaciones y que es el personaje memorioso de la familia. Es aquel cómplice que sabe cuáles son las verdades que se han venido escondiendo y me parecía justo que tuviera un lugar en la novela. No solo el lugar del que proporciona los datos para que el sobrino narrador vaya hilvanando la historia, sino también el que cuestiona las preocupaciones del sobrino cuando este ya se pone en plan de desmitificarlo todo. Es un personaje que no quiere que la novela se escriba, pero nutre de información al narrador. Y eso es muy típico de sociedades como la nuestra: el no querer que se cuente la vergüenza de la familia, pero estamos muy pendientes de las vergüenzas ajenas.
En los últimos años están en boga las narrativas que nos hablan del pasado familiar de sus autores. ¿Por qué?
-No creo que sea una tendencia exclusiva de la literatura peruana, pasa en la literatura mundial. Hay como una vuelta a la mirada más familiar e intimista. Pero también creo que a medida que una sociedad va madurando va cambiando sus preguntas. Durante muchos años en el Perú lo más importante ha sido sobrevivir, conquistar cierta paz, consolidar la democracia. Han sido las grandes preocupaciones de los peruanos en los últimos 40 a 50 años. Hoy, ya nos podemos permitir preguntas de otro calibre, sobre la inclusión, los derechos humanos, sobre la dinámica interna en una familia.
¿Esas preguntas sobre la inclusión y los derechos humanos no las estamos haciendo correctamente?
-Creo que la sociedad peruana, y espero no ser fatalista, está muy lejos de la reconciliación, porque si uno rastrea la historia se encuentra que desde su nacimiento y surgimiento la sociedad peruana es conflictiva. A puerta de la Independencia, no toda la gente quería independizarse, había una élite criolla muy fuerte emparentada con los españoles, autoridades eclesiásticas que no querían la Independencia, que estaban muy bien, muy cómodos con el virreinato. Es más, cuando llegan los españoles ya encuentran una sociedad fracturada por una lucha fratricida: Atahualpa y Huáscar. Venimos de ahí, de una pelea fratricida y nos hemos educado en el paso de los siglos siempre en tensiones. No me imagino que el Perú sea alguna vez una Suiza donde todos tengan una misma forma de pensar.
¿Por qué el pesimismo?
-Porque nuestra pluriculturalidad, que es al mismo tiempo un atributo, y nuestra diversidad, que es una característica que tenemos que aprovechar, también es a la vez un síntoma de lo difícil que resulta ponernos de acuerdo. No creo que ni nuestra generación ni la siguiente vayan a vivir en una sociedad más pacífica de que la que tenemos ahora.
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Tenemos un pasado inmediato que nos está estallando en la cara: un presidente preso y condenado, un presidente investigado y preso, un presidente con orden de captura y un presidente libre pero que muchos coinciden que debe estar tras las rejas.
-No hay ningún síntoma de que hemos aprendido las lecciones. Si por lo menos tuviéramos evidencia de que las lecciones de los últimos 30 años han calado en nuestro inconsciente y que se han manifestado en el tipo de votaciones que hemos tenido y en el tipo de gobierno, por supuesto te diría que soy optimista y que el Perú efectivamente en los últimos años ha marcado una pauta que seguramente se consolidará y en 30 años seremos un país intermedio y civilizado. Pero no, nada de eso hace pensar que ello vaya a ocurrir pronto. ¿Y por qué creo que son importantes las novelas sobre la familia? Porque casi siempre los grandes temas nacionales repercuten en la vida íntima de los hogares. Siempre hay un eco de una dictadura, de determinado tipo de gobierno, que va impregnándose en el día a día de la gente, en la forma cómo se trata, cómo se mira, cómo se piensa. Somos lo que los gobiernos han hecho con el país.
¿Qué escribes ahora?
-Estoy metido en varios proyectos. Escribo un diario de paternidad, que quizá se convierta en audiolibro. Por otro lado, me interesa mucho el año 2000 como retrato de la decadencia contemporánea del Perú. Un año en el que pasaron tantas cosas, de manera tan vertiginosa que apenas nos dimos cuenta de lo que significaban…
De las que, al parecer, no aprendimos nada.
-Exactamente. Diecisiete años más tarde, las lecciones de ese año 2000 que parecía ‘escuelearnos’ a todos terminan cayendo en saco roto. No hay lecciones en realidad, hay reiteración, una vía cíclica del comportamiento político y social. Me interesa mucho escribir sobre ese año, que estuve trabajando como corrector de estilo en el Congreso y fui testigo del comportamiento de aquella mayoría fujimorista, del momento que Kouri sale por una puerta falsa. Y en general, el comportamiento de una oficina pública. La administración pública está llena de personajes grises, de un estilo de vida que también tiene algo de esa decadencia en la que el Perú fue cayendo. Después de la etapa de la violencia política, de la guerra, del terrorismo, el 2000 –por todo lo que significó– también merece tener un relato narrativo. Me gustaría contar algo de lo que viví en el Congreso.
Ese será tu próximo libro entonces.
-No lo sé, lo tengo como una inquietud, tomo notas, pero no sé si sea exactamente el próximo libro. Yo era un técnico que, además, trabajaba con Martha Hildebrandt.
Desde ya se perfila como una historia que promete.
-Supongo que tengo mi rabo de paja fujimorista. Y también creo que quiero escribir sobre eso, porque supongo que algo de esa experiencia me molesta. El haber aceptado ese trabajo me lo sigo cuestionando a veces.
Debes haber sido testigo de varios hechos irregulares.
-Sí… De varias cosas y miserias del día a día, tanto de congresistas como de algunos funcionarios. Como espectáculo de la vida política, la experiencia fue muy interesante. Se combina la necesidad de contar lo que le pasó al país ese año y quizá la inquietud personal de quitarme de encima el tema de haber trabajado ahí dos años, con 16 sueldos, escolaridad –y yo no tenía hijos–. También he sido un poco vampiro del Estado.
Una historia de comienzo de siglo.
-Y con todos los mitos urbanos que traía la llegada del año 2000: que los cajeros electrónicos iban a botar plata, la sensación apocalíptica que se cerraba una época y el desconocimiento pleno de todo lo que vendría. También hay mucho que contar sobre la degradación social que sufrió el Perú por culpa de sus gobernantes, pero también porque mucha gente le hizo eco a lo que ocurría: la prensa amarilla, las cortinas de humo, las vírgenes que lloraban.
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¿Eso quiere decir que abandonaste definitivamente los libros del calibre de ‘Busco novia’ y ‘Raro’?
-Yo empecé publicando poemas. Tenía tres libros. Y entonces me consideraba un poeta. Luego vino la etapa de escribir en el periódico. Eso quizá fue anulando mi voz más lírica y me acostumbré a escribir prosa. Y sí, ‘Busco novia’, ‘Nunca confíes en mí’ y ‘Raro’ son producto de alguien que quiere escribir pero no tiene una vocación definida. Supongo que no volvería a esos libros porque los quería escribir pero no necesitaba hacerlo. Ahora, son libros que me han dado lectores.
No te avergüenzan.
-No, porque sería avergonzarme de quien era yo en ese momento. Era lo único que podía escribir. Ahora, ‘Busco novia’ (libro y blog) me permitieron conocer mucha gente que de otra manera quizá no hubiera conocido. Y algunos de esos lectores han crecido y envejecido conmigo y eso me resulta satisfactorio.
Y probablemente gracias a esos libros se han sumergido en la literatura y luego han encontrado otros caminos literarios.
-Muchos de esos lectores hasta ahora me dicen que esos libros fueron el gatillador que los llevó a una librería y ahí descubrieron a otros autores.
En una entrevista señalaste del parecido de la palabra éxito con exit (inglés). Esta última significa salida y eso representa el fin de algo. Entonces, el éxito es algo así como el fin de las cosas.
-Una vez le escuché decir a Martín Caparrós, el escritor argentino, que en el uso primigenio de la palabra éxito había más jerga médica con connotaciones negativas que un uso social positivo. Decía que los médicos se referían al éxito de las enfermedades para hablar de los pacientes que se iban muriendo. Y él mismo señalaba que en inglés exit –que debe provenir de la misma familia– significa salida. Entonces, en ambos casos el éxito debe haber estado relacionado con la muerte, con el no estar, dejar de ser. Y que por eso convenía dudar de esa palabra.
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