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Opinión

Esto permitirá que, cualquiera que fuere el resultado, la respuesta de la sociedad peruana será madura y civilizada.

Mauricio Mulder, Pido la palabra
Congresista

Cuando Haya de la Torre entró, en enero de 1949, a la sede de la Embajada de Colombia en Lima a solicitar asilo político tras el golpe de Estado del 27 de octubre de 1948, se encontró, como después confirmaron los hechos, con un país democrático, respetuoso del derecho internacional, fundador de casi todos los organismos multilaterales vigentes y poseedor de un gran prestigio internacional. Bogotá, su capital, acababa de ser el escenario del encuentro regional que culminó justamente con el tratado que lleva el nombre de dicha ciudad, por el cual los países acuerdan someter sus diferencias al derecho internacional y no a la fuerza de las bayonetas.

Por eso ha sorprendido que, ante el reciente fallo del contencioso con Nicaragua, el Gobierno colombiano y algunos de sus líderes políticos –no todos, felizmente– hayan suscrito propósitos rebeldes inaceptables para un país que, casi como ningún otro en nuestro continente, ha preservado su institucionalidad democrática ininterrumpidamente desde los albores de la república. Mala imagen para Colombia ver a sus políticos discutiendo cómo desacatar una sentencia a la que se sometió voluntariamente. Por eso estoy seguro de que, en poco tiempo, la tradicional cordura de ese hermano país, cuya estructura política luce pergaminos de solera y calidad, aflorará y terminará aceptando la realidad de un mundo que sólo debe resolver sus diferencias con el derecho, no con la fuerza.

Han habido al respecto quienes pensaron que Chile pudiera hacer lo mismo si sintiera que el fallo le es adverso y hasta se han puesto en virtuales escenarios de guerra. Es verdad que el mal ejemplo colombiano pudiera servir de acicate a algún nacionalista extremo que quiera aprovechar esas coyunturas para hacer politiquería interna y cosechar adhesiones. Pero, al igual que en Colombia, la clase política chilena, que ha demostrado madurez y capacidad en las últimas dos décadas, terminará adaptándose a las circunstancias y evitará que el chauvinismo se convierta en el motor de su futuro. Veo un país hecho y derecho, y no, como dijo correctamente Álvarez Rodrich, una república bananera.

¿Y nosotros? Lo que llamaríamos clase política está mucho menos estructurada y está plagada de individualismos dispersos y escasas virtudes partidistas. Lo acabamos de ver con la fallida elección del defensor del Pueblo, saboteada por minorías al interior de tres bancadas por el prurito de oponerse sin más razón.

Pero, pese a ello, creo que, dado el hecho de que el actual statu quo es que Chile ocupa todo lo que quiere ocupar y el Perú reclama devolución, ni el peor de los fallos significaría otra cosa que una especie de empate. Lo dijo el presidente chileno Sebastián Piñera: “Chile no tiene nada que ganar”. No veo por dónde un demagogo nacional quiera aprovechar para ganarse espacios y, supuestamente, cosechar antichilenismo. Al contrario, los niveles de unidad y de compresión de las fuerzas políticas son sólidos y hasta sorprendentes, y esto permitirá que, cualquiera que fuere el resultado, la respuesta de la sociedad peruana será madura y civilizada.

¿Las consideraciones jurídicas plasmadas en la sentencia Colombia-Nicaragua permiten avizorar el resultado del diferendo peruano-chileno? Son casos distintos, tanto por geografía como por derecho, porque se trata de archipiélagos y porque ellos sí tenían un tratado. Pero resalta el hecho de que la Corte haya determinado soluciones compartidas de espacio, que es justamente lo que el Perú reclama, y que haya estatuido derechos adicionales a los que estaban en un tratado, ese sí firme y explícito, y no como el acuerdo de 1954 que Chile quiere hacer pasar como un tratado de límites.


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