A veces pregunto a un joven qué deseos satisfaría con una varita mágica. Permite explorar motivaciones, temores y expectativas frente al futuro. Las respuestas varían: que no haya guerras, que cesen las catástrofes naturales, que desaparezca la pobreza, tener éxito, ingresar en la universidad, tener una familia bien constituida, etc.
En este caso, mi interlocutor, de 17 años, está en su último año de colegio. Los padres, ambos, son ingenieros y él está bastante seguro de que quiere seguir sus pasos. Piensa un rato. “No se me ocurre nada”, me dice, “no sé”. No le es fácil. Luego de dudar en silencio, me dice: “Ya sé, tener la vida hecha”.
En muchos años de hacer esa pregunta nunca me habían respondido algo así. “¿La vida hecha?”, le pregunto. “Sí”, afirma, “ya no poder meter la pata, estar después de todos los trámites, de todas las decisiones en las que se puede fallar, a eso me refiero”. Se queda un momento, como saboreando lo que sería tener “la vida hecha”.
Es un joven responsable, buen alumno, deportista. No se refiere a haber llegado a ciertos objetivos, que, de acuerdo a su corto pasado, seguramente alcanzará. ¿Qué hace que quiera estar después de todo, más allá de los errores, cuando ya no haya ninguna elección?
“Es que”, me dice, “de todos lados, desde mis padres hasta mis maestros y lo que escucho y lo que leo y lo que veo, me hace sentir que a cada momento se juega mi destino. Estoy cansado”.
Hay, en esa ansiedad, algo de su cosecha, sin duda, pero también un dramatismo en el mundo de los adultos que hace que no pocos jóvenes quieran estar después del partido, pero no jugarlo.
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