Los seres humanos necesitamos protección. Sin ella, entre el parto que nos trae al mundo y bastantes años más tarde, no tenemos la menor posibilidad de sobrevivir. Y en un planeta muy hostil —¿de dónde han sacado que el nuestro es amigable?—, si no nos cuidamos los unos a los otros, lo abandonamos y pasamos a mejor vida.
Pero en los últimos 20 años, venimos exagerando. Padres helicóptero están encima de sus hijos atentos a que no les pase nada, que no sufran, que no los acosen, no los agredan, no los toquen ni con el pétalo de una rosa. Todo territorio está lleno de amenazas y peligros. Nuestra tarea es ser vacunas para todas las posibles epidemias, sobre todo las que acechan el alma.
Exigimos del Estado que neutralice todas las debilidades y de la sociedad que las convierta en fortalezas diferentes. Todos los sufrimientos son equivalentes y evitarlos se transforma en cruzada exclusiva y excluyente, el centro de tantas vidas concentradas en avanzar un centímetro y destrozar a un enemigo reaccionario en las redes sociales.
Los matices del género, los grados de la inteligencia, los azares de la salud, los sentimientos de otras especies, la susceptibilidad de cualquier identidad que contrasta con la norma se han convertido en la esencia de la práctica política y el activismo comprometido.
¿Y las desigualdades más silvestres? Perdonen el anacronismo, ¿como las que se dan entre las clases sociales? No están de moda, no son sexis, son terreno de sindicalistas y políticos tradicionales.
¡Cuidado! Cuando una persona sin recursos se siente menos que un niño, un toro, un homosexual, un autista, los tiranos asoman y se imponen.
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