Dos personas conocidas por su agudeza lo dijeron. Mae West, que generalmente la evitaba salvo cuando no podía resistirla, y Oscar Wilde, que podía resistir cualquier cosa menos esa. Se referían a la tentación.
Y, usted, querido lector, ¿cuándo fue la última vez que tuvo que luchar con una? No me refiero a las grandes, portentosas, a las que pintó el Bosco o resistieron los grandes santos de la historia. Más bien de las sencillas: un bocado de más, colarse antes del turno, chismear en las redes sociales durante el trabajo, dormir en cualquier momento.
Lo más probable es que si digo en este momento o hace un rato, no me equivoque. Pero, ¿qué hace la diferencia entre las personas? ¿Estarán por un lado las que no tienen un diablejo en la oreja y las que sí? Puede ser, pero también podemos imaginar que están las que le hacen caso al tentador y las que no.
En otras palabras, ¿la moralidad es la ausencia de conflicto o su resolución? Algo así como que el coraje está en la superación del miedo y no en su ausencia.
Pues hasta los 8 años, más o menos, el bueno lo es porque no tiene pensamientos malos, pero más adelante el mejor es quien debe poner en la balanza los deseos pecaminosos con otras consideraciones, tanto de naturaleza social como personal. En otras palabras, es la elección, con todos sus matices y tensiones, lo que convierte una conducta en verdaderamente moral.
En otras palabras, pasamos de una concepción sin matices de la individualidad —un bloque de bondad o maldad, de buenas o malas intenciones— a una dinámica permanente de deseos y normas, egoísmo y altruismo, más cercana a la vida real de los humanos de carne y hueso.
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