Un niño de tres años le pide a su mamá pan con mantequilla. Su mirada trasunta anticipación gozosa. “Mejor te voy a pedir una ensalada de frutas con mucha piña, naranja y manzana”, ella le dice. Él responde con un rotundo “nooooo”. Parece más broma compartida que una rebelión. La madre ordena pan francés calentito con mantequilla. No es una cruzada en favor de la salud ni contra la obesidad.
¿De dónde viene el poder de esa combinación: pan caliente, mantequilla? Se trata de un sabor invencible, nostálgico, alojado en las papilas de la memoria más que la lengua. ¿Alguien añora ensalada de frutas de su niñez? Casi podría apostar que no muchos.
Resultado de nuestra historia: las primeras conquistas de la civilización que nos independizaron de la caza, permitieron nutrientes de animales sin matarlos, alejarnos de la alimentación como trofeo de guerra; no encontrarla, sino producirla trabajando la tierra y procesando sus frutos; que suponen un compartir en familia, cerca de una fuente de calor y bajo un techo. En otras palabras, el atisbo de un hogar.
Por más sanas que sean, frutas y verduras no tienen ese encanto ancestral y entrañable. Requieren de educación previa, de un entrenamiento que aleje de la grasa y la masa, por lo menos de manera parcial. Pero como toda enseñanza, se trata de un proceso que debe reconocer ritmos y tiempos, obstáculos que no solamente estriban en falta de voluntad o ganas de fastidiar, que no satanizan tendencias elementales.
Estoy seguro de que, en parte gracias a ese juego cómplice, el niño de la mesa de al lado terminará comiendo razonablemente sano. Más que si hubiera tenido una mamá predicadora.
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