Entre los lugares comunes, tan pomposos como vacíos, que escuchamos en la prédica educacional y organizacional está eso de que todo se puede, que si uno se atreve a soñar, con ganas, optimismo y tesón, el futuro depara grandes cosas. Los ejemplos abundan en las noticias, los libros de autoayuda, las autobiografías y los estudios de caso.
Por supuesto que las historias de éxito, lo sobresaliente y lo visionario son aleccionadores, hermosos, dramáticos. Pero lo que no se dice es que por cada uno de esos relatos, hay muchos miles, millones, de intentos que quedaron en el camino. Y que no hay éxito sostenible, como lo demuestran las caídas de imperios, corporaciones, reputaciones y una simple visita al cementerio.
El problema con el mensaje es que la gente compra el destino pero sin entender el camino: el papel de la suerte, la misteriosa grandeza de lo pequeño, la contribución decisiva de lo anónimo, el significado y valor del fracaso, el coraje de acatar lo inevitable, la aceptación de uno mismo más allá de sus logros públicos.
Con dos aspectos adicionales: que ese todo es posible gracias a alguna receta, siempre que se sigan las indicaciones de algún iluminado, lo que es contradictorio, ya que convierte al resto en seguidores de una partitura rígida. Si no se obtienen los resultados prometidos, bueno, es porque no se ha entendido o querido lo suficiente.
Y la notable exageración de la imagen, el mercadeo, lo que se llama el branding. Interesante que nadie recuerde que el último término es de origen nórdico: significaba quemar. Es la manera en que se marcaba a las reses para afirmar la propiedad sobre ellas. Y también sobre los esclavos.
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