17.ABR Miércoles, 2024
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Opinión

Navegando por las redes uno se siente acompañado. ¡Tantos otros a la mano! Enredados, entrelazados. Tiempo y espacio abolidos. Inmediatez asegurada. La opinión de todos importa y todos hacemos conocer la nuestra. De buenas o malas maneras, la hacemos llegar desde la humildad de nuestro lugar que abandona el anonimato.

Pero, en ese océano de otros que se pronuncian, anuncian, pontifican, recetan, descubren, denuncian y apoyan, lo más probable es que nos encontremos con semejantes: espejos de nuestras ideas, prejuicios, temores, preferencias, rechazos, esos modelos mentales que filtran la realidad no como es, sino como somos.

Porque, contrariamente a lo que muchos piensan, aunque Internet es un extraordinario espacio de investigación —que complementa otros igualmente importantes—, cuando se trata de la socialización de la información, la generación de opinión y representación, consolida islas de convicciones cada vez más violentas e inmunes a la crítica, la diversidad y el cuestionamiento.

Paradójicamente, aquello que interconecta todo termina siendo un agregado de localidades cuyos habitantes virtuales se amurallan, resentidos frente a lo que perciben que son intentos malintencionados de invadir sus fueros. Irónicamente, todos terminan rebelándose contra la globalización en lo que es una venganza de lo local y lo particular.

Es la derrota de la moderación: como en el caso de los virus, cuando los potenciales huéspedes son muchos e interconectados, son las ideas más virulentas las que se imponen, las versiones más tóxicas las que prevalecen en un engañoso plural que está vacío.


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