Los berrinches abundan o se presentan con alguna frecuencia entre los 2 y 3 años. Luego, en principio, deben disiparse, cuando ya las palabras regulan las conductas y el mundo interno se ordena en función de lo simbólico.
Pero hay algo en esos episodios de descontrol que me sirve como metáfora: su dimensión pública. Es un ingrediente que le confiere su poder desestabilizador. Cuando ocurre frente a otros, en una tienda, por ejemplo, el adulto, muchas veces, está más pendiente de la audiencia que de lo que ocurre con el niño.
En lugar de ser un incidente que pone en juego la pérdida de control y las maneras en las que se lo puede recuperar, se convierte en un examen de las supuestas habilidades que tienen los padres para criar hijos, una suerte de juicio popular. Buena parte de las energías se concentran en la mirada ajena.
Pues bien, las redes sociales y los grupos de mensajería instantánea han convertido casi todo lo que hacen nuestros hijos y lo que hacemos los padres en una situación comparable con la de un berrinche en público. Nos sentimos medidos: que si damos permiso o no lo damos, si nuestro hijo es suficientemente solidario o excesivamente ambicioso, si trató rudamente a fulanito o se dejó intimidar por menganito, si lo invitaron o lo marginaron.
Lo esencial pasa a un segundo plano y queda sumergido por la ola de intercambios, comentarios, apreciaciones y etiquetas que definen la realidad de las redes sociales, donde predomina lo extremo, la vergüenza, la ausencia de contexto y matices.
Los padres terminan actuando, literalmente, en medio de aplausos, pifias y el ruido de sus propias mentes asustadas por las reacciones reales o imaginadas del inmenso público.
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