El otro día vi un gráfico que mide la evolución de los precios de diversos servicios y productos desde 1980. Aunque no entiendo mucho de economía, entendí que hay algunos que bajan de manera significativa, vale decir, se democratizan; mientras otros suben sostenidamente, en otras palabras, se hacen más elitistas.
Interesantemente, en el extremo de los primeros se encuentran los juguetes de todo tipo, mientras que en el de los segundos están los estudios universitarios.
Niños y adolescentes tienen hoy acceso a los juguetes más variados, ligados a películas, series, personajes de moda; a infinidad de actividades de la vida cotidiana y profesional futura —incluyendo, sin duda, las guerreras—; y también de naturaleza educativa y científica, así como versiones electrónicas de todo lo anterior.
Diversión y aprendizaje excitantes —bastante más que lo que pueden encontrar en las aulas escolares—, que se renuevan al frenético ritmo del marketing, son comprados por y alquilados a padres de todos los niveles sociales.
Cuando llega el momento de la formación superior, deben escoger con seriedad una carrera. La oferta se ha incrementado de manera espectacular. Casi no hay forma de no acceder a alguna de sus variantes. Pero es un proceso que dura varios años y, para todos los niveles sociales, significa una carga económica onerosa. Salvo excepciones, los padres —y los mismos chicos, cuando se trata del posgrado— se endeudan peligrosamente, pero con entusiasmo, asumiendo que es una inversión cuyo retorno es el éxito futuro.
En ambos casos, la diversión barata y los estudios superiores caros, no estoy seguro de que los jóvenes no hayan perdido su tiempo y los padres su plata. ¿Quién va a pagar la deuda?
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