Ochenta y cinco veces al día, más o menos. Para muchos, lo primero que hacemos al despertarnos y lo último que realizamos antes de cerrar los ojos. ¿Adivinan qué es? Sí, examinar una pantalla entre 4 y 7 pulgadas, según los casos, y pasear el dedo índice sobre ella. ¿Cuál es la probabilidad de que, digamos, en 10 de ese casi centenar de miradas y desplazamientos digitales, encontremos o produzcamos algún evento de importancia intermedia? Muy baja.
¿A qué se parece una conducta que se repite sobre la base de un sentimiento de urgencia irresistible, pero que produce resultados objetivamente relevantes más bien ocasionalmente, muy de vez en cuando? Sí, sí, a la que vemos en los casinos, sobre todo frente a esas maquinitas que quizá no esta vez, pero seguramente sí la próxima nos van a inundar con moneditas.
Ojo, no estoy hablando de quienes, por trabajo o placer, están concentrados en una interfaz que les permite seguir el comportamiento de la bolsa o cazar pokemones. No, me refiero a ese impulso incontenible de ver qué hay de nuevo, esa porción de nuestra atención concentrada en los avisos o que anticipa una novedad significativa.
Es que ya lo sabíamos hace más de 50 años. Cuando no se puede predecir un efecto positivo de nuestra conducta, o la de otro, pero sabemos que llega eventualmente, a veces luego de un lapso corto, a veces luego de mucho tiempo, a veces uno tras otro, otras aisladamente, repetimos y repetimos como idiotas o adictos, que es lo mismo.
Si lo estudiamos en algún curso de psicología, lo hemos olvidado. Quienes lo recuerdan muy bien son los que diseñan nuestros aparatos electrónicos y las aplicaciones que dominan nuestras vidas.
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