Parece paradójico: la ignorancia genera más convencimiento que el conocimiento. Quienes más saben están menos seguros que los poco ilustrados.
En general, los seres humanos tenemos una tendencia a sobreestimar groseramente nuestras características positivas. ¡80% de los conductores se consideran mejores pilotos que el promedio!
Lo mismo ocurre cuando se pide a las personas que evalúen cuán populares son, si les fue bien en un examen o qué tanto conocen un tema. Interesantemente, los que peor se desempeñan y menos informados están son los que más confianza tienen en sí mismos. En otras palabras, no solamente se equivocan, sino que no aprenden de la experiencia. Insisten, desconocen los datos y los atribuyen a malas intenciones ajenas; y toman de manera personal cualquier contradicción: “No dicen que es erróneo lo que pienso o la manera en que hago algo, me están acusando de estar mal yo”.
Los que tienen buen desempeño también se autoevalúan de manera distorsionada, pero en la dirección contraria: subestiman su performance. Como si escucharan una voz diciendo “si es fácil para mí, debe serlo también para el resto, así que no eres mucho mejor”. La diferencia, sin embargo, es que, contrariamente a los incompetentes, ellos reajustan sus apreciaciones en función de los resultados.
Todos los seres humanos —capaces o incapaces— aplicamos estrategias estúpidas, torpes o ilógicas. La verdadera diferencia entre los que aportan a la sociedad y los que no estriba en la capacidad, más preciosa que la inteligencia, de no tomarnos demasiado en serio, atrevernos a explorar las fronteras de nuestra propia ignorancia y recalibrar nuestra autoestima.
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