Alguna vez escuché algo así como que luego de una fiebre, en ciertos momentos del desarrollo, sigue un estirón, los chicos viven un crecimiento brusco de su talla. No sé si se trata de habladurías de abuelitas, pero algo parecido ocurre con el lenguaje en niños alrededor de 2 años, luego de una ausencia materna. Como que algo que estaba cocinándose bajo la superficie se dispara. ¿Por qué?
Cuando mami se va antes del año, se siente, sin duda: un olor falta, una voz no suena, cosas no pasan o pasan de manera diferente. La mente tierna lo procesa, pero directamente, como un sismógrafo captando oscilaciones telúricas en las vísceras, como escenas altamente condimentadas pero esencialmente disociadas.
Doce meses más tarde la cosa cambia. ¡Y mucho! “Mamá”. El sonido se convierte en la presencia de la ausencia. Ese y otros sonidos aluden a lo que no está y, de paso, a lo que fue, a lo que será, a lo que podría ser. Realidades estables, representadas internamente, unificadas en la evocación e invocación.
Mamá no está, pero puedo nombrarla y cuando la vea nuevamente el lenguaje habrá confirmado su poder creador, reparador, transicional y, también, como vehículo de una agresividad dolida pero no destructiva.
Me dejaste, pero me quedé contigo en la palabra que te representa y las emociones —rabia, temor, cariño, deseo— que envuelve y administra, permitiendo un colchón entre el mundo interno y el externo.
Separación y reencuentro hallan un puente maravilloso en las palabras. Un puente por el que luego transita la experiencia humana. Placer, saber y poder se anudan y potencian en esa experiencia de extrañar a quien es lo opuesto de un extraño.
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