Discutimos sobre si tal obra se hizo con buenas o malas intenciones, si se hizo adecuadamente o no, si lo que se necesita son políticos o tecnócratas. Algo sobre los expertos.
Ofrecen respuestas sobre la base de la ciencia que han estudiado y aplicado. El público quiere respuestas y, además, no tiene paciencia para matices, ambigüedad e incertidumbre.
Expertos y científicos se equivocan. Claro, una cosa es que ello ocurra con un individuo —digamos un mal diagnóstico, una terapia que no funciona—, otra que el saber, supuestamente infalible, sirva de sustento a políticas públicas.
En psicología, 50% de los reportes científicos publicados en 2015 en tres periódicos científicos reputados no pudieron ser replicados. Vale decir, sus resultados no fueron corroborados por otros estudios. Es lo mismo en el caso de investigaciones sobre el cáncer.
Y cuando se trata de temas sociales y políticos, pensamos —los expertos y nosotros— que al ser mejores que el resto en algunas cosas, lo son en todo. Tienen terror a decir “no sé” o a advertir que sus opiniones no se basan en la ciencia, sino que son posiciones.
Muchos activistas en esos asuntos —infraestructura, sexualidad— no son expertos en los temas en los que militan. Chomsky es un extraordinario lingüista, pero cuando habla y escribe de política, su credibilidad no es mayor que la de cualquier otro individuo.
Tener en mente lo anterior, entender que una predicción que no se cumple no descalifica a un experto, que no es lo mismo una decisión experta mal hecha que un fraude, puede ayudar a hacer menos denso el clima político.
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