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Opinión

La tina en los sábados por la noche, el trayecto en carro de casa al colegio en las mañanas, el dormitorio en la madrugada. Son momentos. Son lugares. Para muchos forman parte de la rutina, son el tejido de lo cotidiano, aquello que pasa sin dejar huella en la memoria y se esfuma en el tiempo.

Para algunos, no. Son sagrados. Como templos hechos de momentos y palabras, de risas o lágrimas, y movimientos. Son encuentros programados, habituales, en los que siempre pasa algo, que por esperado no es menos novedoso. Es la magia de la complicidad, cuyos participantes no se cambian por nadie. Es la solemnidad rebelde de quienes se esconden del mundo para gozarlo.

Toda relación profunda los tiene. No están definidos por el lugar ni el tiempo, sino por quienes convergen en ellos, por el encuentro que son capaces de forjar. Pueden ser otros que los mencionados: atardecer en un parque, sobremesa, paseo al campo. No son obligatorios, pero sí recurrentes. No son rígidos, pero sí predecibles.

Ahora que el tiempo escasea, el trabajo absorbe, el estudio presiona y la felicidad se escurre, esos santuarios, que siempre fueron esenciales, constituyen, más que nunca, hebras irreemplazables en la trama de las relaciones que cuentan. Ninguna excusa vale para no construirlos, y el esfuerzo, la creatividad, la voluntad que invirtamos en ello tendrán un retorno incalculable.

Esos cuentos, esas persecuciones, esas canciones, esos aromas, esas risas, esas texturas, esos paisajes, esas fogatas, esas herramientas desarmando aparatos. Todos sabemos qué, dónde y cómo fueron esos encuentros sagrados que no morirán con nosotros.


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