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Opinión

El autorretrato era prerrogativa de los grandes pintores. “Auto” se refiere a uno mismo. Lo que uno mismo es o hace. Es el self anglosajón. El conjunto de referencias sobre nosotros mismos. Habilidades, defectos, eficacia, imagen, entrelazados en un relato.

Ese sí mismo tiene mucho que ver con las maneras en que los otros reaccionan a nosotros. Salvo excepciones, no eran muchos esos otros. Sus reacciones se acumulaban a lo largo del tiempo, a intervalos predecibles, a veces extensos, de maneras estables.

Esperar la respuesta a una carta, la devolución de una llamada telefónica, la libreta trimestral, el regalo de cumpleaños, la gran fiesta, la promoción en una larga línea de carrera. El espejo y el álbum de fotos familiar servían para observar muy ocasionalmente nuestro sí mismo. Las escasas herramientas de registro —máquinas fotográficas, microscopios, telescopios, filmadoras, grabadoras— servían para el mundo exterior.

Hoy, sin embargo, junto con una enorme capacidad para enviar y recibir mensajes en tiempo real y espacio inagotable, de dejar constancia de lo que ocurre a nuestro alrededor, nuestro self, nuestro sí mismo, está en el centro del universo, esperando ser validado instantáneamente por la respuesta a nuestros mensajes, mostrándose en la actualización frecuente de nuestra imagen en las redes sociales, siendo acariciado virtualmente —cada vez que decimos o hacemos— por los pulgares que miran hacia arriba.

¿Será por eso que la mayor prueba moderna de que existimos, estamos, no nos hemos perdido, es el selfie? Un sí mismo enano, encogido al son del estrechamiento de los tiempos que estamos dispuestos a esperar para sentir que le importamos a alguien.

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