¿Alguien ha podido escapar a la seducción de bromas empaquetadas? Bombas apestosas, mecanismos que vibran o pasan una corriente cuando nos dan la mano, gomas de mascar tramposas, excrementos plásticos o tarántulas falsas ejercen una atracción irresistible. Producir sorpresa, miedo o asco nos hace sentir poderosos, tanto a adultos como a menores.
Cuando los niños ya tienen más o menos claras las normas que rigen las interacciones sociales, gozan moviéndose en la ambigüedad del humor —blanco y negro—, haciendo de “mentirita” aquello que está vedado. No llama, entonces, la atención que un quiosco con artículos para hacer bromas fuera parte de una kermesse escolar.
Interesantemente, sus principales clientes eran niños, varones, de más o menos 8 años. No había menores de 7 ni mayores de 9. Los primeros no ven la emoción de transgredir una etiqueta que aún no han interiorizado completamente, y los segundos, bueno, ya exploran ponerse fuera de la ley en serio. Y parece que en este asunto el género pesa.
Pero lo que más me sorprendió fue el producto preferido: cigarrillos falsos. De esos que tienen en el extremo un papel platina que da la impresión de ser ceniza de tabaco consumiéndose, y si uno sopla por el otro, sale talco que parece humo. Los niños iban de un lado a otro “fumando” excitadamente en la cara de padres, tíos, profesores y amigos.
Más que el “mira lo que yo te hago” implícito en el resto de productos —produzco asco, dolor, sorpresa, vergüenza—, el cigarrillo falso es un “mira lo que yo me hago”, no obstante todos los discursos, declaraciones, prohibiciones, datos y exclusiones. Además del hecho de que ya no es una conducta que está de moda. ¡Como para pensar!
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