Una investigación deliciosa, hecha hace 43 años, en Princeton, sobre conducta altruista. Se les dijo a seminaristas que iban a dar ya sea una conferencia sobre la parábola del buen samaritano, llamémoslos idealistas, ya sea sobre la mejor manera de conseguir un trabajo bien remunerado, bauticémoslos prácticos.
Se les indicó el lugar donde debían ofrecer la charla. A la mitad de los idealistas y de los prácticos se les dijo que tenían tiempo de sobra para llegar al auditorio; a la otra mitad, que partía con algo de retraso y debía apurarse.
En el camino, un actor simulaba estar en serios problemas, tirado en el suelo, quejándose. Lo que determinó si se fijaron o no, si les importó o no, si socorrieron o no al doliente no fue su compromiso con el prójimo ni el tema que tenían en mente, sino la presión de tiempo. Los apurados fueron “ciegos”, la mayor parte se pasó de largo.
En otras palabras, un factor determinante en cómo se traduce, realmente, nuestra presencia para los demás son los ritmos, las presiones, las agendas, los horarios y las exigencias de lo cotidiano. Empatía, escucha, curiosidad, respeto y comprensión por el otro, más aún si es un otro que sufre, requieren tiempo. No solo calidad. También cantidad.
No hay vocación, ni habilidad, ni aprendizaje que valgan si no hay un mínimo de silencio. Tiempo y silencio no sobran en un contexto social obsesionado por las soluciones milagrosas, ilusionado por estirar la vida antes que por vivirla, fascinado por la novedad tecnológica sin pausa.
La enfermedad, el sufrimiento y el malestar, así como la crianza de hijos y la enseñanza, no son incompatibles con la eficiencia, la ambición, la riqueza, la tecnología ni los premios. Pero padres, profesores y profesionales de la salud debemos hacer valer nuestro derecho al silencio y tiempo para escuchar, frente a las burocracias, a la tiranía de la eficiencia logística y la dictadura de lo contabilizable.
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