Revisando un texto sobre las matemáticas del amor, me encuentro con los resultados de una interesante investigación. Miles evalúan el atractivo de distintas personas, de ambos sexos. Luego se mide la cantidad de mensajes que reciben en un lapso determinado; vale decir, su popularidad.
Muchos pensarán que los más atractivos son los más populares. Es cierto que los menos agraciados reciben pocos mensajes y, también, que hay churros universales que son buscados por algunos, pero mucho menos de lo que podríamos esperar.
Pero hay una zona, donde están los que se encuentran a medio camino entre el promedio y la cumbre, más guapos que el 75% de la población, donde algunos reciben igual o menos que los más feos y otros igual o más que los más agraciados.
¿Qué caracteriza a quienes son bastante atractivos y al mismo tiempo populares? Sencillo: polarizan al público. O los quieren o no los quieren. Tienen algo que atrae irresistiblemente a un grupo, pero produce rechazo en otro. Los primeros se lanzan, con esperanza y avidez, al contacto con quienes tienen ese no sé qué especial.
¿Y al otro grupo, el de los muy simpáticos, pero poco populares? Esos son estimados de manera homogénea, por casi todos. Claro, cuando alguien es casi perfecto en la opinión general, tratar de llamar su atención no sale a cuenta: hay demasiada competencia. Es casi como el náufrago que lanza una botella al mar con su llamado de auxilio.
Hoy que todos queremos ocultar nuestros defectos y entrar en la talla única de la perfección, la lección es clara: los que la hacen son los que se sienten orgullosos y saben utilizar lo que los diferencia, aunque no guste a todos.
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