Podría pensarse que al haber tantas fuentes de información, la humildad intelectual se habría incrementado con Internet. Casi escribo “nada más falso”, pero sería incurrir en los defectos que voy a criticar. En efecto, lo que sobran son convencidos, personas que navegan sintiendo rabiosamente que tienen la razón, que quienes no piensan como ellos están rabiosamente equivocados. Además de la dimensión intelectual, error y acierto adquieren un tinte moral. No solamente tengo la razón, sino que soy bueno; no solamente yerras, sino que eres malo.
Antaño, Sócrates sabía que no sabía y hoy Kahneman que somos ciegos a nuestra ceguera, pero la mayoría no quiere, no soporta, imaginar su ignorancia, menos aún confesarla. Hambre de certeza, necesidad acuciante de confirmación —que también se refleja en la obsesión por los “me gusta” que hacen las veces de prueba de verdad, al mismo tiempo que caricia emocional— terminan por consolidar explicaciones totales, opacas a crítica y cuestionamiento.
Muchos de los diálogos escritos por Platón no concluían de manera definitiva y sus protagonistas aceptaban la perplejidad, la confusión y el desconcierto como parte de la aventura humana, como búsqueda que también incluye la modestia y la generosidad frente a quien enarbola otros puntos de vista.
Las grandes discusiones de una época son dilemáticas: admiten propuestas contradictorias que tienen vertientes emocionales y no solamente intelectuales, que requieren de la duda como fase indispensable para avanzar, mejorar, corregir y superar. Vale decir, la civilización es, en parte, la posibilidad de congelar por un tiempo el poderoso impulso de tener la razón.
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