Los crímenes por amor exceden, en mucho, los cometidos por sexo. Sin el segundo se puede vivir —hay vidas castas por decisión—, pero sin el primero, como que la identidad personal y el sentido de propósito en la vida se fracturan.
Aunque podía venir en el curso de la vida de pareja, el amor no fue su razón durante buena parte de la historia y la geografía. Estaba atrapado en los protocolos de la reproducción y el patrimonio. Podía tener su lugar dentro de ellos, pero muchos de los amores cantados y escritos eran los prohibidos, que se jugaban fuera.
La anticoncepción y el ingreso de las mujeres en el mercado de trabajo pone al amor en el centro de una decisión libre entre dos personas que convierten el enamoramiento en un proyecto común para toda la vida. Es un contrato lleno de ventajas, que integra sexo seguro —aunque no siempre frecuente—, protecciones legales, ventajas económicas y un marco que hasta ahora no se ha podido sustituir para criar hijos.
¿Por qué, entonces, 50% de los matrimonios terminan mucho antes que la muerte separe a sus contrayentes?
Razones demográficas —un ciclo vital mucho más largo—, económicas —independencia femenina—, sociobiológicas —un lapso muy largo entre la pubertad y el emparejamiento formal—, sin duda.
Pero hay algo más: el convencimiento de que tenemos derecho a la gratificación permanente de todos nuestros deseos, a cambiar aquello que no nos da el pedacito que falta para ser completo. Si antes el divorcio terminaba una infelicidad, hoy inaugura la posibilidad de más felicidad. Si salir del matrimonio era señalado con el dedo acusador, hoy quedarse dentro de uno imperfecto es casi una vergüenza.
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