“Y si me preguntas por qué soy profesor, te puedo decir lo que le contesté a quien fue mi tutor en el colegio, Eliahu Kehati: porque quisiera que, por lo menos, algunos de mis alumnos sintieran lo que tú me hiciste sentir: la pasión de preguntar ¿por qué?”, afirmé en una entrevista muy reciente.
A las pocas horas tuve frente a mí la foto de Kehati, hoy en un hogar para pacientes con Alzheimer. Ya tenía muchos años de viejo, frágil y achacoso. Pero sus ojos, hasta hace poco inquietos, irónicos y a veces agresivos, ahora solo proyectan un infinito vacío.
En esos cuadernos en los que, al final del último año de secundaria, los promocionales se desean unos a otros lo mejor, aseguran que aunque no hubo mucha relación sí ha existido aprecio a virtudes en general que no se precisan, y se jura que la vida no los separará, mi tutor escribió lo siguiente:
“Si te esforzaste y no encontraste, no te creeré; si no te esforzaste y llegaste, no te creeré; si te esforzaste y encontraste, te creeré”.
De eso van a cumplirse 50 años. No deja mucho lugar a la casualidad ni a la suerte. Pero tiene sentido, visto en retrospectiva, dedicado a un joven curioso, disperso, de iniciativas vigorosas, pero no siempre sostenidas.
¿Llegué, me esforcé? Si te referías, querido profesor, a que nunca he ahorrado energías para construir palabras e imágenes que encuentren el camino a otras mentes, de reconocer en otros ojos la experiencia de haber hallado un sentido inesperado, pues, sí, aunque no todas, suficientes veces.
Ahora, que no sabes que no sabes, que tu mirada se ha vaciado de preguntas, que ni absorbe ni devuelve, que no tiene ni esfuerzo ni llegada, te rindo mi homenaje y me reafirmo en que la pasión por la pregunta es el meollo de la educación.
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