Hay quienes quisieran dormirse el 22 de diciembre y despertarse el 1 de enero. Porque fin de año es menos simpático de lo que nos quieren hacer creer los burbujeantes mensajes y la agitación superficial en calles y plazas.
Sí, es cierto; los humanos necesitamos hitos y pausas que nos dan esperanza y detienen por un momento festivo el ritmo de lo cotidiano. Momentos especiales. Pero en las postrimerías de 2016, ¿qué puede ser especial?
Todo lo que podemos imaginar, bueno o malo, ya apareció en las redes sociales, en los programas de concursos, en noticieros y primeras planas. Empachados como estamos de todos los estímulos y ofertas, de éxitos y desgracias, ¿qué nos puede abrir el apetito?
Y, en medio de lo anterior, las emociones de lo cotidiano, los balances de lo logrado y lo inconcluso, el golpe de las ausencias, el cúmulo de las presiones, confieren a estos días un sabor amargo para muchos, personas de todas las edades que se avergüenzan de un sufrimiento que no encuentra escucha ni sentido.
Mientras tanto, algunos de esos y otros aprietan el acelerador, se sobregiran y sobregastan, en todos los sentidos, corren tras un entumecimiento emocional que los salve del vacío, otra forma de dormir, que reventará con fuerza en los primeros días del próximo año.
Pero, entonces, ya habrá pasado la campaña de las ventas de todo tipo y quedarán los restos de la intensidad fiestera como abono para los esfuerzos que esperan ser emprendidos, las promesas que hacen cola pacientemente para ser cumplidas.
Todos los días son iguales, pero los que nos tocan vivir en estas fechas son más iguales. Sería bueno identificar en nuestras humildes vidas lo que hace realmente la diferencia.
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