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La experiencia clínica dice que muchos matrimonios viven atravesando un desierto de intolerancia y caducidad espiritual donde el afecto, el cuidado y el amor están resecos y acabados; estas parejas sobreviven en el mismo techo sin respirar algo de felicidad, pero con la ciega ilusión de que algo mágico pasará. Esto se llama el sueño de la resurrección de un amor muerto, pues no solo es la indiferencia sino el daño que se hacen al mantener un vínculo que dejó al amor atrás. El amor muerto, muerto está: no tiene arreglo. Si siguen juntos es porque los une una neurosis, no saben vivir solos, miedo a la sociedad o escrúpulos religiosos. Estas parejas son enfermizas. Si por lo menos ambos fueran tolerantes o algo amigos, se pensaría que podrían seguir juntos hasta que sean conscientes de que pueden separarse elegantemente. Los efectos dañinos de esta convivencia son psíquicos y físicos. Los primeros llevan a depresión constante, ira reprimida o anhelo de muerte. Entre los segundos está el aumento de la presión arterial, incremento de la gastritis o presencia de males respiratorios, que avisan que ambos se están ahogando.
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