22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Un magnífico montaje en el que Mariana de Althaus nos cuenta la historia de una familia limeña que decide zurrarse en la advertencia de un tsunami y toma su día de playa.

Pedro Salinas,El Ojo de Mordor
psalinas@peru21.com

Fue el otro día, en el MALI. Era lunes y la última función, y hacía frío, pero como mi hijo Antonio, mi hermano y yo llegamos temprano, nos dio tiempo para engullir un choripán para calentarnos un poco. A la vuelta, el teatro estaba a tope de gente. El público era variado, de todas las edades, aunque prevalecían los jóvenes. No estaba muy convencido de haberlo llevado a Antonio, quien tiene 12 años, pero cuando le conté de qué se trataba, no dudó en sumarse. Pensé, ya saben, que podía aburrirse. O no entender.

En fin. Empezó la obra y nos enganchamos con ella desde el arranque. El humor corrosivo. La ironía. Los personajes estereotipados que evocaban a personas que conozco. El escenario convertido en una playa de Asia, con arena incluida y sonidos de mar. Las actuaciones del elenco. Todo se resumía en un magnífico montaje en el que Mariana de Althaus nos contaba la historia de una familia limeña que, pese a las advertencias de un tsunami, decide zurrarse en él y tomarse igual su día de playa con sus respectivos piqueos, su cooler, su pisco y, claro, su infaltable empleada doméstica, ataviada como tal, para que atienda todos sus caprichos. Todos. Hasta que ocurre algo inesperado, salido del talento creativo de Mariana, que gatilla la trama.

Pues resulta que, luego de un repentino maretazo, una sirena termina varada en la orilla, exactamente delante de esta familia acomodada y blanquísima y frivolísima. Pero, ojo, la de Mariana de Althaus no es la típica sirena que hemos visto en los cines. No es rubia, nívea, ni de mirada turquesa. No es Daryl Hannah en Splash, digamos. Tampoco se parece a las de Piratas del Caribe. No. Es una sirena chola. Guapa, pero de rasgos andinos, piel morena, cabellos oscuros, y que, encima, es quechuahablante.

Su presencia desata el drama y potencia al infinito las taras ya presentes en cada uno de los personajes. El machismo. La huachafería. La intolerancia. Los prejuicios. La hipocresía. El clasismo. La discriminación. La homofobia. El racismo. El choleo. Ese choleo que maltrata tanto por el color de la piel como por el estatus económico y social. En el que la plata blanquea y arrincona a los menos favorecidos económicamente, tratándolos casi como objetos o seres sin alma.

En suma, el mensaje y la denuncia de esta obra, construida ingeniosamente, irrumpieron en nuestras mentes y nos conmovieron. Y eso vale más que un ensayo concienzudo y vasto sobre el tema, digo. Y pienso, además, que esta ficción que se entremezcla con la realidad se ha convertido en otro hito emblemático (como la película Dioses, de Josué Méndez, o los libros de Jorge Bruce o Rolando Arellano, o el impacto benéfico y homogeneizador que ha traído la cruzada gastronómica de Gastón, o iniciativas como la de la ‘Empleada Audaz’) que, en los hechos, combaten estas lacras que están pegadas como costras en el adn de algunos peruanos. Peruanos que alientan y promueven espacios con códigos sectarios y excluyentes, y que, para colmo, asumen que poseen una mentalidad fashion cuando, en realidad, solo son repudiables fachos.

Y bueno. No puedo negar que lo que más me gustó de esa noche reflexiva y excitante es que, apenas terminó la función, Antonio fue el primero en ponerse a aplaudir, para inmediatamente voltear hacia mi y decirme: “¡Qué buena obra, papá!”.


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