Pedro Salinas,El Ojo de Mordor
psalinas@peru21.com
Todos guardamos recuerdos nítidos y vívidos que están conectados a momentos dramáticos de la Historia. Es así. Me pasa, por ejemplo, cuando se rememora la llegada del hombre a la Luna. Mi mente evoca automáticamente el elocuente silencio y la soledad infinita de las calles, aquel 20 de julio de 1969. O cuando se menciona la caída del Muro de Berlín. Mis reminiscencias me arrastran ineludiblemente a aquellas imágenes de la televisión de 1989, donde aparecían multitudes de alemanes, abrazándose y gritando, abalanzándose con martillos y picos sobre ese cerco maldito erigido por el comunismo, con el firme propósito de derribarlo o de treparse encima para bailar y saltar con una alegría contagiosa y desbordante. O cuando el 11 de setiembre del 2001, mientras estaba en cama y enfermo, vi en directo y espantado, cómo la Torre Sur del World Trade Center era embestida por un avión, cuando no habían pasado ni veinte minutos desde que su gemela también había sido herida de muerte.
Todavía me resulta estremecedora y traumática esa huella en mi memoria, debo confesar, pues no llegaba a comprender en ese instante lo que estaba ocurriendo. Y bueno. En este repaso de invocaciones, de momentos irrepetibles, la captura de Abimael Guzmán, el 12 de setiembre de 1992, es, sin duda, una de las más sobresalientes y trascendentales.
Quizás algunos no lo recuerden, pero 1992 fue el año de mayor violencia en Lima. Desde 1989 hasta 1992, la capital había recibido el impacto de 907 ataques y atentados. Es decir, casi la mitad de los perpetrados en todo el territorio. Raucana y Huaycán eran prácticamente “zonas liberadas”. Los coches bomba reventaban frente a bancos, entidades estatales, embajadas, restaurantes, medios de comunicación, oenegés. Y las torres de alta tensión eran derribadas como palos de bowling. Fue el año en que los senderistas asesinaron y dinamitaron a la heroica María Elena Moyano, entre otros dirigentes populares. Y fue, asimismo, el año en que explotaron Tarata con 500 kilos de anfo, incrementando salvajemente el número de muertos, que ya entonces se contaban por miles.
Abimael Guzmán y su cruel y macabra organización destruían todo a su paso, todo. Las pérdidas materiales se calculaban en 25 mil millones de dólares. Ese año, 1992, se llegó a un climático estado de zozobra, de pánico y dolor, que solo presagiaban ruina y muerte.
Las atrocidades y los cuerpos sin vida y mutilados que se iban acumulando en las morgues semana tras semana, además de las explosiones que remecían todo y hacían estallar los vidrios de las ventanas, nos sumió en una agonía exasperante. E inaguantable. E irrespirable. Tal cual. Lima era la sucursal del infierno. Y ello continuó así hasta que, finalmente, llegó el inolvidable día de la caída del mayor de los chacales y asesinos que ha existido en la historia del Perú.
Ese día, como ha comentado Nelson Manrique, “el mito de la invulnerabilidad de Sendero fue liquidado”, y los peruanos perdimos el miedo, y salimos a las calles, eufóricos, tan alegres como los alemanes que bailaron sobre el Muro de Berlín. Y salimos a las calles, decía, a hacer caravanas, a gritar, a desahogarnos. Y embanderamos nuestras casas, mientras unos cantaban el himno nacional a voz en cuello y otros lloraban a lágrima viva de la emoción. Eran las primeras señales que expresaban que los tiempos de la conmoción espeluznante llegaba a su fin.
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