Guillermo Giacosa,Opina.21
ggiacosa@peru21.com
La respuesta era permitirle que llorara en brazos amigos y en oídos atentos y comprensivos. La distancia no permitía, desgraciadamente, otra cosa que escucharla con la tensa emoción que nos provocaba sin poder evitar sentir que el rostro que imaginábamos era el mismo que podría ser el de aquellos sufrimientos que nosotros tememos pero que nunca, hasta hoy, hemos padecido. La voz –ya no recuerdo el nombre de esa mujer a la que nunca olvidaré– decía en ese hilo de sonidos casi descuajeringado por tanto silencio acumulado: “Mi madre me castigaba colgándome de las manos y azotándome. Yo solo era una niña”. Y agregó, como para darnos un golpe de nocaut definitivo y como si fuera un dato menor: “era una niña invidente desde que tenía menos de un año de vida por descuido de esa misma madre que me castigaba”. Y luego, con vergüenza, casi como excusándose, agregaba: “Guardo mucho resentimiento contra ella pero ya con 68 años siento que estoy demás, aquí ni mis hijos ni mis nietos me hablan, solo me alimentan”.
Luego de escuchar este testimonio no caben reflexiones, son tan obvias que lo único que puedo agregar a este relato es una pregunta elemental: ¿En qué momento y por qué causas los seres humanos disuelven su dignidad de tales en el fango de la indiferencia y el desamor?
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.