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Opinión

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“Estaba absolutamente y totalmente concentrado en la pantalla. Me escuchó cuando ya me encontraba a pocos centímetros y levantó la mirada. Vi terror puro. Le di vuelta a la pantalla. No vi nada, pero estoy segura de que era porno, porno gay. Él tuvo tiempo de salir de la página, pero me di cuenta de que estaba seguro de que yo había visto. No le dije nada. Simplemente me alejé”, dice.

“Tiene 17 años. Deseo que sea feliz. No me importa que sea gay, pero tampoco quiero que sea un gay de clóset, escondido y reprimido. Voy a aprovechar que él no sabe que yo sé. Le voy a hablar. Mañana voy a hallar el momento para decirle que no se preocupe, que puede confiar en mí, que la homosexualidad no tiene nada de malo”, agrega.

Una hermana mayor desprejuiciada. Un encuentro inesperado, una mirada turbada, una serie de conclusiones, predicciones y comentarios hechos bajo el velo de una complicidad impuesta. Una decisión de intervenir para supuestamente facilitar, para salvar al benjamín de una soledad culpable y llevarlo al campo de los liberados.

¿O una hermana metiche?

A veces no podemos tolerar la intimidad de nuestros seres queridos, la exploración de sus deseos y sus recorridos por mundos posibles e identidades potenciales, sus momentos de soledad sin compromisos, sus escaramuzas juguetonas y traviesas al mismo tiempo que indefinidas.

Nos vestimos de solemnidad y comenzamos a hacer discursos que hablan más de nuestras inseguridades y cuentas pendientes que de la vida mental de los nuestros, pero rompen la magia de la individualidad que se va haciendo en la necesaria sombra de nuestra covacha interna.


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