Pedro Salinas,El Ojo de Mordor
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En el año 2002, el entonces monseñor Tarcisio Bertone, antes de que el caso de la pederastia religiosa tuviese una reacción en cadena, zanjaba el asunto como una enfermedad que afectaba a “una ínfima minoría” de sacerdotes. Diez años después, los escándalos se han diversificado.
Además de la pedofilia clerical, qué quieren que les diga, la cosa ha empeorado. Ahora ocurre de todo, como en Breaking Bad. Investigaciones judiciales por blanqueo de dinero que involucran al Instituto para las Obras Religiosas (o, si prefieren, el banco vaticano). Señalamientos graves sobre sacerdotes y obispos comprometidos en gestionar contratos amañados. Advertencias sobre un posible asesinato del pontífice. Denuncias de corrupción a pastos. El último “banquero del papa”, destituido por Bertone, teme que lo maten. Y así. Se trata de historias eclesiales que dejan sin aliento y denotan “conjuras internas” y “guerras que tienden a intensificarse”, como ha descrito el periodista italiano Gianluiggi Nuzzi en su libro Sua Santità.
El caso es que las conjeturas en torno a quiénes están detrás de las intrigas son múltiples. No obstante, la mayoría de analistas vaticanos coinciden en que se trata de una lucha de poder entre facciones conservadoras. De carcas contra carcas, o sea. Sin embargo, así son las cosas de la vida. Y de la iglesia, que cuando se ve sorprendida por los reflectores, entonces acusa a los medios de magnificar el problema y los vincula al Maligno. Lo clásico. Pero atención. Ahora encima nos quiere vender la idea de que el responsable de este bullicio es un modesto mayordomo, y nadie más.
Como ven, el asunto es más complejo que el “hurto agravado” perpetrado por el valet del papa. Y, vamos, siendo realistas, probablemente nunca lleguemos a conocer la verdad. Por lo menos, no toda. Ya saben. Con la iglesia sucede como con las cavernas, que se tornan más oscuras conforme uno va adentrándose en ellas. Es así. La curia romana suele bajar las cortinas cuando ingresa la luz. Porque el Vaticano se mueve en la oscuridad como Kwai Chang Cain lo hacía sobre el papel de arroz.
Los comentaristas italianos indican que la manzana de la discordia en estos entuertos es el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, escogido en el 2006 por el propio Benedicto XVI. Y llegados a ese punto, anotan que a Bertone se le cuestiona su irrefrenable ambición por el poder y su afán por promover indiscriminadamente en puestos clave a eclesiásticos probadamente leales a él, particularmente en dicasterios donde se maneja dinero grande, aprovechando que el papa está viejo, enfermo, solo, y es incapaz de conducir la barca de Pedro. Y lo demás son milongas, digo.
Como sea. Hoy se respira en el Vaticano un aire envenenado y enrarecido que emana de las pasiones que impregnan los pasadizos de sus bajos fondos. Como en los tiempos de los Borgia. Tal cual. O casi.
Bertone, claro, esgrime que todo son “mentiras” y que los periodistas “están jugando a imitar a Dan Brown”. Pero como dice Manuel Vicent: “Si el Vaticano fuera una entidad aséptica, literariamente sería anodina. Son sus sótanos los que mueven la imaginación de la gente y la obligan a dirigir la atención a los grumosos enredos del papado, que nada tienen que ver con el misterio de la fe, sino con el laberinto de la miseria humana”.
Dicho todo esto, ¿no existe un precepto bíblico que reza “la verdad os hará libres”?
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