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Cuando una es mamá, empiezan las postergaciones. Dejamos de hacer las cosas que queremos, dejándolas a merced de los tiempos y necesidades de nuestros hijos. No sé si está bien o mal, a mí simplemente me pasa, sin proponérmelo.
Cuando el bebé nace, ya no dormimos lo que nos place, despertándonos cuando “su majestad, el bebé” (como lo llamaba Freud) desea tomar su leche. No vamos al baño cuando nos provoca, sino cuando nuestro bebe dejó de lactar, le salió el chancho y quedó plácido en su cuna.
Hace unos días viví con más intensidad lo que significa postergarse por un hijo. Mi hija menor tuvo un accidente y un cirujano tuvo que cocerle 8 puntos en su inmaculada frentecita. Mi esposo y yo acompañamos muy calmados a nuestra bebé, que estaba asustada y adolorida. Pero, al terminar, nos confesamos que estuvimos a punto de quebrarnos, desmayarnos o echarnos a llorar, pues ver sufrir a tu cría es una de las experiencias más fuertes que un padre puede vivir. Hubo un límite en donde nos pudimos haber abandonado a nuestras emociones para ser nosotros los socorridos en nuestra angustia. Pero no lo hicimos porque, instintivamente, nos postergamos.
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