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En la cama de mi nieto están dispuestas las prendas que lleva al colegio. En estos tiempos de autonomías tempranas y asertividades precoces debe ser capaz de vestirse solo. Ya su mamá le indicó que lo haga rápido si quiere venir conmigo. Se echa boca arriba y me mira. Ambos sabemos lo que viene: le voy quitando el pijama y luego le pongo todos los elementos de la vestimenta invernal. Se levanta y anuncia a toda voz: “Mami, ya me vestí” y añade, con mirada traviesa, “como un rayo”. Todos sabemos lo que ha pasado.
Él sabe vestirse y todos en su casa saben que sabe. Pero hay ocasiones en las que hacer como si no fuera el caso y dejarse tratar en consecuencia produce una complicidad deliciosa, un retroceso seguro, una fragilidad controlada. En medio de palabras inventadas —descalzoncillarse, empantalonarse (el maldito corrector no entiende de intimidades juguetonas)— y relatos fantasiosos, él juega a ser más débil de lo que es y, también, yo a ser más fuerte de lo que soy.
Una amiga me cuenta que su padre está a punto de pasar por una operación compleja, aunque con altas probabilidades de éxito. Está nerviosa. “Debo recoger a mi hermano, que vive en el extranjero, en el aeropuerto este fin de semana y sé que él tiene más miedo que yo. Voy a tener que ser la fuerte”, dice como si le quitaran acceso a un recurso de su salud mental.
¿Por qué? ¿De dónde viene la idea de que los integrantes de una relación no pueden mostrar fragilidad al mismo tiempo? Hay momentos en que es, justamente, lo mejor, además de lo más justo. Paradójicamente, de la sintonía de la debilidad compartida emergen fuerzas que son aliadas de la vida y la resiliencia para enfrentar sus inevitables turbulencias.
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